Hop-frog
Edgar Allan Poe
Jamás he conocido a nadie tan dispuesto a celebrar una broma como el rey. ParecÃa vivir tan sólo para las bromas. La manera más segura de ganar sus favores consistÃa en narrarle un cuento donde abundaran las chuscadas, y narrárselo bien. OcurrÃa asà que sus siete ministros descollaban por su excelencia como bromistas. Todos ellos se parecÃan al rey por ser corpulentos, robustos y sudorosos, asà como bromistas inimitables. Nunca he podido, determinar si la gente engorda cuando se dedica a hacer bromas, o si hay algo en la grasa que predispone alas bromas; pero la verdad es que un bromista flaco resulta, una rara avis in terris.
Por lo que se refiere a los refinamientos -o, como él los denominaba, los «espÃritus» del ingenio -, el rey se preocupaba muy poco. SentÃa especial admiración por el volumen de una broma, y con frecuencia era capaz de agregarle gran amplitud para completarla. Las delicadezas lo fastidiaban. Hubiera preferido el Gargantúa de Rabelais al Zadig de Voltaire; de manera general, las bromas de hecho se adaptaban mejor a sus gustos que las verbales.
En los tiempos de mi relato los bufones gozaban todavÃa del favor de las cortes. Varias «potencias» continentales conservaban aún sus «locos» profesionales, que vestÃan traje abigarrado y gorro de cascabeles, y que, a cambio de las migajas de la mesa real, debÃan mantenerse alerta para prodigar su agudo ingenio.
Nuestro rey tenÃa también su bufón. Le hacÃa falta una cierta dosis de locura, aunque más no fuera, para contrabalancear la pesada sabidurÃa de los siete sabios que formaban su ministerio... y la suya propia.
Su «loco», o bufón profesional, no era tan sólo un loco. Su valor se triplicaba a ojos del rey por el hecho de que además era enano y cojo. En aquella época los enanos abundaban en las cortes tanto como los bufones, y muchos monarcas no hubieran sabido cómo pasar los dÃas (los dÃas son más largos en la corte que en cualquier otra parte) sin un bufón con el cual reÃrse y un enano de quien reÃrse. Pero, como ya lo he hecho notar, en el noventa y nueve por ciento de los casos los bufones son gordos, redondeados y de movimientos torpes, por lo cual nuestro rey se congratulaba de tener en Hop-Frog (que asà se llamaba su bufón) un triple tesoro en una sola persona.
Creo que el nombre de Hop-Frog no le fue dado al enano por sus padrinos en el momento del bautismo, sino que recayó en su persona por concurso general de los siete ministros, dado que le era imposible caminar como el resto de los mortales. En efecto, Hop-Frog sólo podÃa avanzar mediante un movimiento convulsivo -algo entre un brinco y un culebreo -, movimiento que divertÃa interminablemente al rey y a la vez, claro está, le servÃa de consuelo, aunque la corte, a pesar del vientre protuberante y el enorme tamaño de la cabeza del rey, lo consideraba un dechado de perfección.
Pero si la deformación de las piernas sólo permitÃa a Hop-Frog moverse con gran dolor y dificultad en un camino o un salón, la naturaleza parecÃa haber querido compensar aquella deficiencia de sus miembros inferiores concediéndole una prodigiosa fuerza en los brazos, que le permitÃa efectuar diversas hazañas de maravillosa destreza, siempre que se tratara de trepar por cuerdas o árboles. Y mientras cumplÃa tales ejercicios se parecÃa mucho más a una ardilla o a un mono que a una rana.
No puedo afirmar con precisión de qué paÃs habÃa venido Hop-Frog. Se trataba, sin embargo, de una región bárbara de la que nadie habÃa oÃdo hablar, situada a mucha distancia de la corte de nuestro rey. Tanto Hop-Frog como una jovencita apenas menos enana que él (pero de exquisitas proporciones y admirable bailarina) habÃan sido arrancados por la fuerza de sus respectivos hogares, situados en provincias adyacentes, y enviados como regalo al rey por uno de sus siempre victoriosos generales.
No hay que sorprenderse, pues, de que en tales circunstancias se creara una gran intimidad entre los dos pequeños cautivos. Muy pronto llegaron a ser amigos entrañables. Hop-Frog, a pesar de sus continuas exhibiciones, no era nada popular, y no podÃa, por tanto, prestar mayores servicios a Trippetta; pero ésta, con su gracia y exquisita belleza -pese a ser una enana -, era admirada y mimada por todos, lo cual le daba mucha influencia y le permitÃa ejercerla en favor de Hop-Frog, cosa que jamás dejaba de hacer.
En ocasión de una gran solemnidad oficial (no recuerdo cuál) el rey resolvió celebrar un baile de máscaras. Ahora bien, toda vez que en la corte se trataba de mascaradas o fiestas semejantes, se acudÃa sin falta a Hop-Frog y a Trippetta, para que desplegaran sus habilidades. Hop-Frog, sobre todo, tenÃa tanta inventiva para montar espectáculos, sugerir nuevos personajes y preparar máscaras para los bailes de disfraz, que se hubiera dicho que nada podÃa hacerse sin su asistencia.
Llegó la noche de la gran fiesta. Bajo la dirección de Trippetta habÃase preparado un resplandeciente salón, ornándolo con todo aquello que pudiera agregar éclat a una mascarada. La corte ardÃa con la fiebre de la expectativa. Por lo que respecta a los trajes y los personajes a representar, es de imaginarse que cada uno se habÃa aprontado convenientemente. Los habÃa que desde semanas antes preparaban sus róles, y nadie mostraba la menor señal de indecisión... salvo el rey y sus siete ministros. Me es imposible explicar por qué precisamente estos vacilaban, salvo que lo hicieran con ánimo de broma. Lo más probable es que, dada su gordura, les resultara difÃcil decidirse. A todo esto el tiempo transcurrÃa; entonces, como postrer recurso, mandaron llamar a Trippetta y a Hop-Frog.
Cuando los dos pequeños amigos obedecieron al llamado del rey, lo encontraron bebiendo vino con los siete miembros de su Consejo; el monarca, sin embargo, parecÃa de muy mal humor. No ignoraba que a Hop-Frog le desagradaba el vino, pues producÃa en el pobre lisiado una especie de locura, y la locura no es una sensación agradable. Pero el rey amaba sus bromas y le pareció divertido obligar a Hop-Frog a beber y (como él decÃa) «a estar alegre».
-Ven aquÃ, Hop-Frog -mandó, cuando el bufón y su amiga entraron en la sala -. Bébete esta copa a la salud de tus amigos ausentes... (Hop-Frog suspiró)... y veamos si eres capaz de inventar algo. Necesitamos personajes... personajes, ¿entiendes? Algo fuera de lo común, algo raro. Estamos cansados de hacer siempre lo mismo. ¡Ven, bebe! El vino te avivará el ingenio.
Como, de costumbre, Hop-Frog trató de contestar con una chanza a las palabras del rey, pero sus esfuerzos fueron inútiles. Sucedió que aquel dÃa era el cumpleaños del pobre enano, y la orden de beber a la salud de «sus amigos ausentes» hizo acudir las lágrimas a sus ojos. Grandes y amargas gotas cayeron en la copa mientras la tomaba, humildemente, de manos del tirano.
-¡Ja, ja, ja! -rió éste con todas sus fuerzas -. ¡Ved lo que puede un vaso de buen vino! ¡Si ya le brillan los ojos!
;Pobre infeliz! Sus grandes ojos fulguraban en vez de brillar, pues el efecto del vino en su excitable cerebro era tan potente como instantáneo. Dejando la copa en la mesa con un movimiento nervioso, Hop-Frog contempló a sus amos con una mirada casi insana. Todos ellos parecÃan divertirse muchÃsimo con la «broma» del rey.
-Y ahora, ocupémonos de cosas serias -dijo el primer ministro, que era un hombre muy gordo.
-Sà -aprobó el rey -. Ven aquÃ, Hop-Frog, y ayúdanos. Personajes, querido muchacho. Personajes es lo que necesitamos... ¡Ja, ja, ja!
Y como sus palabras pretendÃan ser una nueva chanza, los siete las celebraron a coro.
También rió Hop-Frog, aunque débilmente y corno si estuviera distraÃdo.
-Vamos, vamos -dijo impaciente el rey -. ¿No tienes nada que sugerirnos?
-Estoy tratando de pensar algo nuevo -repuso vagamente el enano, a quien el vino habÃa confundido por completo.
- ¡Tratando! -gritó furioso el tirano -. ¿Qué quieres decir con eso? ¡Ah, ya entiendo! Estás melancólico y te hace falta más vino. ¡Toma, bebe esto! -y llenando otra copa la alcanzó al lisiado, que no hizo más que mirarla, tratando de recobrar el aliento -. ¡Bebe, te digo -aulló el monstruo -, o por todos los diablos que... !
El enano vaciló, mientras el rey se ponÃa púrpura de rabia. Los cortesanos sonreÃan bobamente. Pálida como un cadáver, Trippetta avanzó hasta el sitial del monarca y, cayendo de rodillas, le imploró que dejara en paz a su amigo.
Durante unos instantes el tirano la miró lleno de asombro ante tal audacia. ParecÃa incapaz de decir o de hacer algo... de expresar adecuadamente su indignación. Por fin, sin pronunciar una sÃlaba, la rechazó con violencia y le tiró a la cara el contenido de la copa.
La pobre niña se levantó como pudo y, sin atreverse a suspirar siquiera, volvió a su sitio a los pies de la mesa.
Durante casi un minuto reinó un silencio tan mortal que se hubiera escuchado caer una hoja o una pluma.
Aquel silencio fue interrumpido por un áspero y prolongado rechinar, que parecÃa venir de todos los ángulos de la sala al mismo tiempo.
-¿Qué... qué es ese ruido que estás haciendo? -preguntó el rey, volviéndose furioso hacia el enano.
Este último parecÃa haberse recobrado en gran medida de su embriaguez y, mientras miraba fija y tranquilamente al tirano en los ojos, respondió:
-¿Yo? Yo no hago ningún ruido.
-ParecÃa como si el sonido viniera de afuera -observó uno de los cortesanos -. Se me ocurre que es el loro de la ventana, que se frotaba el pico contra los barrotes de la jaula.
-Eso ha de ser -afirmó el monarca, como si la sugestión lo aliviara grandemente -. Pero hubiera jurado por el honor de un caballero que el ruido lo hacÃa este imbécil con los dientes.
Al oÃr tales palabras el enano se echó a reÃr (y el rey era un bromista demasiado empedernido para oponerse a la risa ajena), mientras dejaba ver unos enormes, poderosos y repulsivos dientes. Lo que es más, declaró que estaba dispuesto a beber todo el vino que quisiera su majestad, con lo cual éste se calmó en seguida. Y luego de apurar otra copa sin efectos demasiado perceptibles, Hop-Frog comenzó a exponer vivamente sus planes para la mascarada.
-No puedo explicarme la asociación de ideas -dijo tranquilamente y como si jamás en su vida hubiese bebido vino -, pero apenas vuestra majestad empujó a esa niña y le arrojó el vino a la cara, apenas hubo hecho eso, y en momentos en que el loro producÃa ese extraño ruido en la ventana, se me ocurrió una diversión extraordinaria... una de las extravagancias que se hacen en mi paÃs, y que con frecuencia se llevan a cabo en nuestras mascaradas. Aquà será completamente nuevo. Lo malo es que hace falta un grupo de ocho personas, y...
-¡Pues aquà estamos! --exclamó el rey, riendo ante su agudo descubrimiento de la coincidencia -. ¡Justamente ocho: yo y mis ministros! ¡Veamos! ¿En qué consiste esa diversión?
-La llamamos -repuso el enano-- los Ocho Orangutanes Encadenados, y si se la representa bien, resulta extraordinaria.
-Nosotros la representaremos bien -observó el rey, enderezándose y alzando las cejas.
-Lo divertido de la cosa -continuó Hop-Frog está en el espanto que produce entre las mujeres.
-¡MagnÃfico! -gritaron a coro el monarca y su Consejo.
-Yo os disfrazaré de orangutanes -continuó el enano -. Dejadlo todo por mi cuenta. El parecido será tan grande, que los asistentes a la mascarada os tomarán por bestias de verdad... y, como es natural, sentirán tanto terror como asombro.
-¡Exquisito! -exclamó el rey -. ¡Hop-Frog, yo haré un hombre de ti!
-Usaremos cadenas para que su ruido aumente la confusión. Haremos correr el rumor de que os habéis escapado en masas de vuestras jaulas. Vuestra majestad no puede imaginar el efecto que en un baile de máscaras causan ocho orangutanes encadenados, los que todos toman por verdaderos, y que se lanzan con gritos salvajes entre damas y caballeros delicada y lujosamente ataviados. El contraste es inimitable.
-¡Asà debe ser!- declaró el rey, mientras el Consejo se levantaba precipitadamente (se hacÃa tarde) para poner en ejecución el plan de Hop-Frog.
La forma en que procedió éste a fin de convertir a sus amos en orangutanes era muy sencilla, pero suficientemente eficaz para lo que se proponÃa. En la época en que se desarrolla mi relato los orangutanes eran poco conocidos en el mundo civilizado, y como las imitaciones preparadas por el enano resultaban suficientemente bestiales y más que suficientemente horrorosas, nadie pondrÃa en duda que se trataba de una exacta reproducción de la naturaleza.
Ante todo, el rey y sus ministros vistieron ropa interior de tejido elástico y sumamente ajustado. Se procedió inmediatamente a untarlos con brea. Alguien del grupo sugirió cubrirse de plumas, pero esta idea fue rechazada al punto por el enano, quien no tardó en convencer a los ocho bromistas, mediante demostración práctica, que el pelo de orangután puede imitarse mucho mejor con lino. Una espesa capa de este último fue por tanto aplicada sobre la brea. Buscóse luego una larga cadena. Hop-Frog la pasó por la cintura del rey y la aseguró; en seguida hizo lo propio con otro del grupo, y luego con el resto. Completados los preparativos, los integrantes se apartaron lo más posible unos de otros, hasta formar un cÃrculo, y, para dar a la cosa su apariencia más natural, Hop-Frog tendió el sobrante de la cadena formando dos diámetros en el cÃrculo, cruzados en ángulo recto, tal como lo hacen en la actualidad los cazadores de chimpancés y otros grandes monos en Borneo.
El vasto salón donde iba a celebrarse el baile de máscaras era una estancia circular, de techo muy elevado y que sólo recibÃa luz del sol a través de una claraboya situada en su punto más alto. De noche (momento para el cual habÃa sido especialmente concebido dicho salón) se lo iluminaba por medio de un gran lustro que colgaba de una cadena procedente del centro del tragaluz, y que se hacÃa subir y bajar por medio de un contrapeso, según el sistema corriente; sólo que, para que dicho contrapeso no se viera, hallábase instalado del otro lado de la cúpula, sobre el techo.
El arreglo del salón habÃa sido confiado a la dirección de Trippetta; pero, por lo visto, ésta se habÃa dejado guiar en ciertos detalles por el más sereno discernimiento de su amigo el enano. De acuerdo con sus indicaciones, el lustro fue retirado. Las gotas de cera de las bujÃas (que en esos dÃas calusosos resultaba imposible evitar) hubiera estropeado las ricas vestiduras de los invitados, quienes, debido a la multitud que llenarÃa el salón, no podrÃan mantenerse alejados del centro, o sea debajo del lustro. En su reemplazo se instalaron candelabros adicionales en diversas partes del salón, de modo que no molestaran, a la vez que se fijaban antorchas que despedÃan agradable perfume en la mano derecha de cada una de las cariátides que se erguÃan contra las paredes, y que sumaban entre cincuenta y sesenta.
Siguiendo el consejo de Hop-Frog, los ocho orangutanes esperaron pacientemente hasta medianoche hora en que el salón estaba repleto de máscaras, para hacer su entrada. Tan pronto se hubo apagado la última campanada del reloj, precipitáronse -o, mejor, rodaron juntos, ya que la cadena que trababa sus movimientos hacÃa caer a la mayorÃa y trastabillar a todos mientras entraban en el salón.
El revuelo producido en la asistencia fue prodigioso y llenó de júbilo el corazón del rey. Tal como se habÃa anticipado, no pocos invitados creyeron que aquellas criaturas de feroz aspecto eran, si no orangutanes, por lo menos verdaderas bestias de alguna otra especie. Muchas damas se desmayaron de terror, y si el rey no hubiera tenido la precaución de prohibir toda portación de armas en la sala, la alegre banda no habrÃa tardado en expiar sangrientamente su extravagancia. A falta de medios de defensa, prodújose una carrera general hacia las puertas; pero el rey habÃa ordenado que fueran cerradas inmediatamente después de su entrada, y, siguiendo una sugestión del enano, las llaves le habÃan sido confiadas a él.
Mientras el tumulto llegaba a su apogeo y cada máscara se ocupaba tan sólo de su seguridad personal (pues ahora habÃa verdadero peligro a causa del apretujamiento de la excitada multitud), hubiera podido advertirse que la cadena de la cual colgaba habitualmente el lustro, y que habÃa sido remontada al prescindirse de aquél, descendÃa gradualmente hasta que el gancho de su extremidad quedó a unos tres pies del suelo.
Poco después el rey y sus siete amigos, que habÃan recorrido haciendo eses todo el salón, terminaron por encontrarse en su centro y, como es natural, en contacto con la cadena. Mientras se hallaban allÃ, el enano, que no se apartaba de ellos y los incitaba a continuar la broma, se apoderó de la cadena de los orangutanes en el punto de intersección de los dos diámetros que cruzaban el cÃrculo en ángulo recto. Con la rapidez del rayo insertó allà el gancho del cual colgaba antes el lustro; en un instante, y por obra de una intervención desconocida, la cadena del lustro subió lo bastante para dejar el gancho fuera del alcance de toda mano y, como consecuencia inevitable, arrastró a los orangutanes unos contra otros y cara a cara.
A esta altura, los invitados iban recobrándose en parte de su alarma y comenzaban a considerar todo aquello como una estupenda broma, por lo cual estallaron risas estentóreas al ver la desgarbada situación en que se encontraban los monos.
-¡Dejádmelos a mÃ! -gritó entonces Hop-Frog, cuya voz penetrante se hacÃa escuchar fácilmente en medio del estrépito -. ¡Dejádmelos a mÃ! ¡Me parece que los conozco! ¡Si solamente pudiera mirarlos más de cerca, pronto podrÃa deciros quiénes son!
Trepando por sobre las cabezas de la multitud, consiguió llegar hasta la pared, donde se apoderó de una de las antorchas que empuñaban las cariátides. En un instante estuvo de vuelta en el centro del salón y, saltando con agilidad de simio sobre la cabeza del rey, encaramóse unos cuantos pies por la cadena, mientras bajaba la antorcha para examinar el grupo de orangutanes y gritaba una vez más:
- ¡Pronto podré deciros quiénes son!
Y entonces, mientras todos los presentes (incluÃdos los monos) se retorcÃan de risa, el bufón lanzó un agudo silbido; instantáneamente, la cadena remontó con violencia a una altura de treinta pies, arrastrando consigo a los aterrados orangutanes, que luchaban por soltarse, y los dejó suspendidos en el aire, a media altura entre la claraboya y el suelo. Aferrado a la cadena, Hop-Frog seguÃa en la misma posición, por encima de los ocho disfrazados, y, como si nada hubiese ocurrido, continuaba acercando su antorcha fingiendo averiguar de quiénes se trataba.
Tan estupefacta quedó la asamblea ante esta ascensión, que se produjo un profundo silencio. Duraba un minuto, cuando fue roto por un áspero y profundo rechinar, semejante al que habÃa llamado la atención del rey y sus consejeros después que aquél hubo arrojado el vino a la cara de Trippetta. Pero en esta ocasión no cabÃa dudar de dónde procedÃa el sonido. VenÃa de los dientes del enano, semejantes a colmillos de fiera; rechinaban, mientras de su boca brotaba la espuma, y sus ojos, como los de un loco furioso, se clavaban en los rostros del rey y sus siete compañeros.
- ¡Ah, ya veo! -gritó, por fin, el enfurecido bufón -. ¡Ya veo quiénes son!
Y entonces, fingiendo mirar más de cerca al rey, aplicó la antorcha a la capa de lino que lo envolvÃa y que instantáneamente se llenó de lÃvidas llamaradas. En menos de medio minuto los ocho orangutanes ardÃan horriblemente entre los alaridos de la multitud, que los miraba desde abajo, aterrada, y que nada podÃa hacer para prestarles ayuda.
Por fin, creciendo en su violencia, las llamas obligaron al bufón a encaramarse por la cadena para escapar a su alcance; al ver sus movimientos, la multitud volvió a guardar silencio. El enano aprovechó la oportunidad para hablar una vez más:
-Ahora veo claramente quiénes son esos hombres -dijo -. Son un gran rey y sus siete consejeros privados. Un rey que no tiene escrúpulos en golpear a una niña indefensa, y' sus siete consejeros, que consienten ese ultraje. En cuanto a mÃ, no soy nada más que Hop-Frog, el bufón... y ésta es mi última bufonada.
A causa de la alta combustibilidad, del lino y la brea, la obra de venganza quedó cumplida apenas el enano hubo terminado de pronunciar estas palabras. Los ocho cadáveres colgaban de sus cadenas en una masa irreconocible, fétida, negruzca, repugnante. El bufón arrojó su antorcha sobre ellos y luego, trepando tranquilamente hasta el techo, desapareció a través de la claraboya.
Se supone que Trippetta, instalada en el tejado del salón, fue cómplice de su amigo en su Ãgnea venganza, y que ambos escaparon juntamente a su paÃs, ya que jamás se los volvió a ver.
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