VIAJE POR LA HISTORIA
Gritos en el puerto de salida de los esclavos
LOLA HUETE MACHADO/EL PAÍS
El único ruido mecánico al llegar a Gorée es el del motor del ferry. No hay coches en la isla, sólo el golpear rítmico de las olas; muchos gritos, risas y palabras en francés y en wolof circulando por el aire; los reclamos cantarines de las vendedoras; las notas del chapoteo continuo de unos y el chapuzón repentino de otros bañistas; los pasos apresurados sobre el espigón de aquellos que buscan alcanzar el transbordador de vuelta a Dakar, este barco que es como la plaza pública: allí donde todo confluye, donde el millar de isleños se busca y siempre se encuentra.
Hace un instante, en cubierta, el sonido lo ha puesto la voz de Anta Guèye, de 11 años, que luce el mismo apellido que un personaje célebre del país, Laminé Guèye, uno de los primeros alcaldes y abogados negros africanos allá por los inicios del siglo XX, cuando Senegal era francés y empezaba a pelear por algo de espacio e independencia. Anta lo sabe; lo estudió en historia. Sabe también lo que simboliza Gorée. Y lo que ella quiere ser el día de mañana. Lo dice bien alto: "Presidenta de la República".
Le sigue un coro de carcajadas; borbotones de dicha que brotan de las bocas y los grandes ojos de sus compañeros. A la clase de quinto le toca hoy la tradicional excursión de fin de curso: de Dakar a Gorée. De la caótica y joven capital de Senegal (fundada en 1857) al apacible rincón turístico, con siglos de historia, famoso por haber sido, desde que pusieron el pie aquí los portugueses en 1444, puesto militar y rico almacén de esclavos. Ese "lugar sin retorno" donde, cuentan, los cautivos veían por última vez la línea de su tierra natal.
Era Gorée uno de los puertos de carga en la costa del África occidental -otros muy activos fueron Saint Louis, en la desembocadura del río Senegal, y James Fort, en la del Gambia-, de la que, se calcula, salieron presas millones de personas en barcos gobernados por los John Hawkins, Francis Drake o John Newton de la época, convertidos luego en leyenda por el cine marinero y pirata. Todos, personajes de historia suculenta. Newton, por ejemplo, hizo fortuna en el golfo de Guinea y transmutó luego en abolicionista entregado: pidió incluso perdón en un libro por los actos cometidos en su etapa de mercader sin escrúpulos.
Un negocio europeo lucrativo el de negrero. No sólo para los navegantes. Lo ejercieron muchos, de muchas nacionalidades y empleos, durante cuatro siglos: reyes, políticos y misioneros; particulares y compañías; gente de éxito y buena reputación que se enriqueció con la trata. Una práctica a la que se entregaban ya los propios africanos desde hacía siglos y que los europeos convirtieron en empresa saneada y rentable, una de las actividades económicas más organizadas y sistematizadas de la época preindustrial, según dice el historiador Herbert Klein en su libro The atlantic trade slave: requería licencias, registros, preparación y avituallamiento de barcos, implicación de tripulaciones y agentes en tierra para la captura y la venta, y hasta de médicos para inspeccionar la salud de la mercancía... Hubo papas, como Nicolás V, que dieron el visto bueno y Estados que supervisaban el negocio. En España fue monopolio: la Corona cobraba el llamado derecho de asiento por la introducción del producto en sus colonias. El de esclavos lo abonaron genoveses, portugueses, holandeses, franceses, británicos... La South Sea Company, por ejemplo, en el siglo XVIII, se comprometía a enviar a América 144.000 negros en 30 años, a razón de 4.800 por año. Así está documentado.
Hace dos siglos ahora, en 1807, que el tráfico atlántico de esclavos fue abolido por los mismos británicos que con tanto empeño participaron de él; su Marina se dedicó a controlar luego los mares tras los navíos con carga ilegal y a poblar ciudades con ex cau tivos, como Freetown, en Sierra Leona, fundada ya por abolicionistas en 1787. Sólo entre 1810 y 1848 detuvieron 1.653 navíos y liberaron a más de 200.000 africanos. Hasta el fin definitivo de la esclavitud en 1869 (los portugueses fueron en esa fecha los últimos en Europa; Brasil, en 1888, en América), el mercado se resistió a morir a pesar de la oposición de intelectuales europeos, de las rebeliones en las colonias; de que ya en 1804, Haití había nacido como primera república negra independiente. En la España peninsular, aún en 1896, el conservador Cánovas del Castillo afirmaba: "Creo que la esclavitud era para ellos [los cautivos] mucho mejor que esta libertad que sólo han aprovechado para no hacer nada y formar masas de desocupados".
Hoy, el único barco grande que se acerca por Gorée de continuo es este que ahora atraca, aunque a lo lejos se vean los cargueros del puerto de Dakar y hasta se pueda avistar quizá la patrullera del Frontex (Agencia Europea de Fronteras) tras esos cayucos que protagonizan cada dos por tres los telediarios. Por miles se lanzan ahora los subsaharianos al mar en estas costas, las mismas de entonces, en busca de Europa. ¿Voluntariamente?
María, vendedora de bisutería, nos avisa ya en cubierta, mientras despliega la cháchara necesaria para la caza y captura del cliente occidental:
-¿Que vas a visitar al alcalde de Gorée? Pero si está aquí mismo en el barco...
Claro. El transbordador, el gran salón de reuniones.
Allí está. Augustín E. Sengkor acompaña a una visita oficial como suele haber muchas en la isla. Por Gorée pasó el papa Juan Pablo II en 1992 para implorar "el perdón del cielo... por el pecado de esclavitud cometido por el hombre contra el hombre y contra Dios". Estuvo en 2003 el presidente norteamericano George W. Bush y dijo, sin pedir perdón (cosa que sí hicieron solemnemente Blair o Chirac en nombre del Reino Unido y Francia): "En este lugar, la libertad y la vida fueron vendidas". Aquí tomaron tierra estadistas varios, como Mandela, Clinton y, recientemente, el presidente Zapatero (diciembre de 2006, en su primer viaje por el África subsahariana), que denunció "la injusticia histórica" y se refirió a aquella época como "una de las más denigrantes de la humanidad".
-¿Voluntariamente -repite la pregunta el alcalde apoyado en la barandilla del transbordador.
Gorée está ya ahí enfrente: una isla difuminada por la calima, un pueblito mediterráneo con casas coloniales, un castillo en lo alto de una colina, el fuerte militar circular con ventanucos para los cañones, la ensenada, la playa con cayucos varados, la costa de basalto, el verde salpicado aquí y allá de las palmeras y buganvillas...
-No. Empujados por el 40% de paro, por la falta de expectativas, de futuro... Basta mirar las calles de Dakar: allí están, jóvenes y jóvenes sin nada que hacer ni hoy ni mañana.
Un país, dice, de los pocos en África que han sido y son democráticamente estables desde su independencia de Francia en 1960, con una Constitución sólida y pocos habitantes (13 millones), pero que ocupa en el Índice de Desarrollo Humano un puesto muy bajo, el 156 de 178 países. El alcalde se dispone a desembarcar, pero alerta antes sobre ese círculo infernal que crean los que "se van": "Unos se llaman por teléfono a otros desde España, desde donde sea, y dicen que les va estupendo; omiten la otra parte, el sufrimiento de no tener papeles, de no ser ni ciudadanos, las condiciones de explotación en que muchos trabajan". Eso sin hablar de muertos: más de 1.000, que se sepa (los desaparecidos no tienen estadística), sólo en 2006.
De todo esto ha oído hablar Anta; es aquí el tema nuestro de cada día, pero no comenta. Demasiado pronto, por la edad; demasiado tarde para preguntarle, porque ella y los otros escolares señalan a la playa entusiasmados, se levantan, se marchan. Y gritan sin pausa, componiendo una sintonía de diálogos mezclados con el ruido del motor del barco, los videoclips que emiten los televisores de cubierta, las olas insistentes, los clics de las cámaras de los turistas, y se diría que hasta el zigzag de las gotas de sudor que se deslizan sobre la frente de los viajeros, nativos o no, igual de acalorados todos por la humedad excesiva.
Hace siglos, el calor sería el mismo... pero, ¿a qué sonaría Gorée entonces? ¿Se oiría el roce de las cadenas y los grilletes en la calma de la noche? ¿Llegarían los gritos de desesperación de los condenados hasta el otro lado del mar? ¿Se dolerían o guardarían silencio? ¿Rogarían a sus dioses para que los librara? ¿Alguien, algún europeo, se sentiría alguna vez conmovido?
No hay registro sonoro de aquello. Lo que sí hay es mucho testimonio escrito de las giras y el esfuerzo que realizaron a lo largo y ancho de su país los abolicionistas británicos. El más famoso, el conservador William Wilberforce (en Hull, su localidad, en Yorkshire, celebran con numerosos actos el segundo centenario de la abolición), pero también Thomas Clarkson, James Ramsay, Granville o cuáqueros como Elisabeth Heyrick, que intentaban conseguir el apoyo de sus conciudadanos, convencerles de que África no era sólo, como diría el rey Leopoldo de Bélgica, "ese pastel maravilloso"; que los africanos no eran esos "salvajes sin alma" descritos por algunos hombres de ciencia del momento, teoría que asumían encantados los magnates esclavistas del país (lord Eldon, lord Hawkesbury, Westmoreland...).
Hasta siete veces intentaron sacar adelante la ley de abolición. Lo consiguieron en 1807. Inglaterra se convirtió así en pionera después de que Francia, empujada por la Revolución y los Ilustrados ("El hombre es un ser sintiente, reflexivo, pensante, que se pasea libremente por la superficie de la Tierra...", decía la Enciclopedia de Diderot y D'Alembert), hiciera un primer intento temporal en 1794 y definitivo ya en 1848.
El transporte incesante de barcos negreros arrancó a 12 millones (los que sobrevivieron al viaje oceánico) de hombres, mujeres y niños de su lugar de origen sólo por esta ruta, la del Atlántico, pero existían otras tres activas (a través del Sáhara, desde la costa oriental al Índico y por el mar Rojo) hacia el norte de África y Asia desde el siglo VII. Nacida de iniciativa portuguesa (llevaron en 1441 africanos a Europa como regalo a Enrique el Navegante), la trata atlántica se catapultó con la demanda d e mano de obra en los territorios americanos descubiertos por Colón en 1492.
Irónicamente, en el XVI, el dominico Bartolomé de las Casas, pionero de los derechos humanos, favoreció la explotación masiva de unos, los africanos, en defensa de otros, los indígenas. "Yo creía que los negros eran más resistentes que los indios, que yo veía morir por las calles, y pretendía evitar con un sufrimiento menor otro más grande... un error y una culpa imperdonable, que era contra toda ley y toda fe, que era en verdad cosa merecedora de gran condenación el cazar a los negros en las costas de Guinea como si fueran animales salvajes, meterlos en los barcos, transportarlos a las Indias Occidentales y tratarlos allí como se hacía todos los días y a cada momento", escribió arrepentido. Lo cuenta el guía del edificio más visitado de Gorée, la Casa de los Esclavos, ante la puerta y el embarcadero rocoso desde donde, asegura, se extendía una escalera de palma hasta los cargueros. "Toda la costa, Ghana, Nigeria..., estaba repleta de puntos de deportación. Y los esclavos liberados colaboraban con los cargamentos. Negros contra negros, africanos que cazaban africanos en las aldeas del interior, tribus contra tribus...". El origen de muchas guerras.
Una cadena infinita. Del blanco traficante hasta los esclavos que poseían esclavos. De esto da fe en sus informes, casi censos, el naturalista Michel Adanson, residente en la isla en el siglo XVIII, su época más próspera, cuando la población rozaba los 5.000 habitantes: "Marie-Therese, mulata, 34 años, 20 cautivos; Kati Louett, mulata, 45 años, 10 cautivos; Grasia, negra, 35 años, 12 cautivos...". Mujeres con poderío, las de Gorée; signoras casadas con militares europeos, el primer eslabón de grandes familias mestizas.
Transcurre el día y el mar devuelve los chillidos entusiastas de los adolescentes que juegan al fútbol junto al Ayuntamiento, las risas de las mujeres que friegan los cacharros en la fuente, las voces multilingües de los turistas, las de los camareros ofreciendo sus menús, las de las vendedoras que se te hacen íntimas en un abrir y cerrar de las puertas de sus tenderetes... Y el gemido del ferry que llama a los viajeros de regreso.
Los bañistas recogen ya sus pertenencias.
Se pliegan las sombrillas y hamacas apoyadas sobre los muros del Fuerte d'Estrées, un búnker circular donde antaño asomaban fieros los cañones y hoy se cobija el Museo Histórico del IFAN (Instituto Francés del África Negra). En sus salas oscuras y abovedadas, algunos paneles gastados informan de la historia de Gorée desde su origen. Hay también fotos de grilletes metálicos en sus múltiples formas de sujeción y hermosos dibujos a pluma de tobillos encadenados, cuerpos apiñados en los barcos, cacerías de hombres, rebeliones a bordo, enfermos tirados al mar, mujeres que lloran en la orilla la pérdida de los suyos...
Gorée evoca las condiciones en las que vivieron antaño millones de personas. Idénticas a las que sufren hoy 27 millones en todo el mundo retenidas como fuerza de trabajo, en la industria del sexo, como soldados... Esclavos del siglo XXI. Basta revisar el informe norteamericano Trafficking in persons 2007 para comprobar que lo que simboliza esta isla no es agua pasada.
Desde el espigón se ve a Anta Guèye subir al transbordador. De vuelta a casa.
En síntesis
En los tiempos en que los hombres eran cambiados por café y azúcar.
Los puertos de Liverpool y Bristol (Inglaterra), Nantes y El Havre (Francia), Middelbourg y Ámsterdam (Países Bajos) fueron los que más se nutrieron de aquel inmenso mercado transatlántico que llaman triangular: productos europeos que se llevaban a África; mano de obra cautiva de allí hacia América y, una vez vendidos los esclavos, café, azúcar o algodón de vuelta a Europa. "Tomemos de media unas 150 personas por cargamento... Así, fueron necesarios como mínimo 80.000 barcos para transportar esa masa de millones a través del Atlántico", escribe la investigadora suiza Isabelle Auguet, quien rastreó las huellas de este comercio en museos navales, como el de Salorges, en Nantes (Francia), o dedicados a la esclavitud y su abolición, como la Wilberforce House, en Hull (www.wilberforce2007.com).
De los 12 millones de africanos que llegaron vivos a las colonias del otro lado del Atlántico, el grueso abasteció América Central y del Sur. En Brasil recibieron cuatro millones; en EE UU, sólo el 5%: un carguero holandés inició el tráfico en 1619 al atracar en Jamestown, en Virginia, iniciando así la historia de los afroamericanos en el país.
Los historiadores discuten sobre el número de embarcados en Gorée, si decenas o cientos de miles, un millón... "Da igual. Salieron de estas costas. Los comerciantes sólo tenían que esperar sentados en Podor, Matam, Saly, Juffure... y allí estaba la carga disponible, a punto. Casi todo vestigio de lo que fueron estos enclaves se ha borrado. Sólo Gorée se mantiene como testimonio", dice el alcalde de la isla.
Gritos en el puerto de salida de los esclavos
LOLA HUETE MACHADO/EL PAÍS
El único ruido mecánico al llegar a Gorée es el del motor del ferry. No hay coches en la isla, sólo el golpear rítmico de las olas; muchos gritos, risas y palabras en francés y en wolof circulando por el aire; los reclamos cantarines de las vendedoras; las notas del chapoteo continuo de unos y el chapuzón repentino de otros bañistas; los pasos apresurados sobre el espigón de aquellos que buscan alcanzar el transbordador de vuelta a Dakar, este barco que es como la plaza pública: allí donde todo confluye, donde el millar de isleños se busca y siempre se encuentra.
Hace un instante, en cubierta, el sonido lo ha puesto la voz de Anta Guèye, de 11 años, que luce el mismo apellido que un personaje célebre del país, Laminé Guèye, uno de los primeros alcaldes y abogados negros africanos allá por los inicios del siglo XX, cuando Senegal era francés y empezaba a pelear por algo de espacio e independencia. Anta lo sabe; lo estudió en historia. Sabe también lo que simboliza Gorée. Y lo que ella quiere ser el día de mañana. Lo dice bien alto: "Presidenta de la República".
Le sigue un coro de carcajadas; borbotones de dicha que brotan de las bocas y los grandes ojos de sus compañeros. A la clase de quinto le toca hoy la tradicional excursión de fin de curso: de Dakar a Gorée. De la caótica y joven capital de Senegal (fundada en 1857) al apacible rincón turístico, con siglos de historia, famoso por haber sido, desde que pusieron el pie aquí los portugueses en 1444, puesto militar y rico almacén de esclavos. Ese "lugar sin retorno" donde, cuentan, los cautivos veían por última vez la línea de su tierra natal.
Era Gorée uno de los puertos de carga en la costa del África occidental -otros muy activos fueron Saint Louis, en la desembocadura del río Senegal, y James Fort, en la del Gambia-, de la que, se calcula, salieron presas millones de personas en barcos gobernados por los John Hawkins, Francis Drake o John Newton de la época, convertidos luego en leyenda por el cine marinero y pirata. Todos, personajes de historia suculenta. Newton, por ejemplo, hizo fortuna en el golfo de Guinea y transmutó luego en abolicionista entregado: pidió incluso perdón en un libro por los actos cometidos en su etapa de mercader sin escrúpulos.
Un negocio europeo lucrativo el de negrero. No sólo para los navegantes. Lo ejercieron muchos, de muchas nacionalidades y empleos, durante cuatro siglos: reyes, políticos y misioneros; particulares y compañías; gente de éxito y buena reputación que se enriqueció con la trata. Una práctica a la que se entregaban ya los propios africanos desde hacía siglos y que los europeos convirtieron en empresa saneada y rentable, una de las actividades económicas más organizadas y sistematizadas de la época preindustrial, según dice el historiador Herbert Klein en su libro The atlantic trade slave: requería licencias, registros, preparación y avituallamiento de barcos, implicación de tripulaciones y agentes en tierra para la captura y la venta, y hasta de médicos para inspeccionar la salud de la mercancía... Hubo papas, como Nicolás V, que dieron el visto bueno y Estados que supervisaban el negocio. En España fue monopolio: la Corona cobraba el llamado derecho de asiento por la introducción del producto en sus colonias. El de esclavos lo abonaron genoveses, portugueses, holandeses, franceses, británicos... La South Sea Company, por ejemplo, en el siglo XVIII, se comprometía a enviar a América 144.000 negros en 30 años, a razón de 4.800 por año. Así está documentado.
Hace dos siglos ahora, en 1807, que el tráfico atlántico de esclavos fue abolido por los mismos británicos que con tanto empeño participaron de él; su Marina se dedicó a controlar luego los mares tras los navíos con carga ilegal y a poblar ciudades con ex cau tivos, como Freetown, en Sierra Leona, fundada ya por abolicionistas en 1787. Sólo entre 1810 y 1848 detuvieron 1.653 navíos y liberaron a más de 200.000 africanos. Hasta el fin definitivo de la esclavitud en 1869 (los portugueses fueron en esa fecha los últimos en Europa; Brasil, en 1888, en América), el mercado se resistió a morir a pesar de la oposición de intelectuales europeos, de las rebeliones en las colonias; de que ya en 1804, Haití había nacido como primera república negra independiente. En la España peninsular, aún en 1896, el conservador Cánovas del Castillo afirmaba: "Creo que la esclavitud era para ellos [los cautivos] mucho mejor que esta libertad que sólo han aprovechado para no hacer nada y formar masas de desocupados".
Hoy, el único barco grande que se acerca por Gorée de continuo es este que ahora atraca, aunque a lo lejos se vean los cargueros del puerto de Dakar y hasta se pueda avistar quizá la patrullera del Frontex (Agencia Europea de Fronteras) tras esos cayucos que protagonizan cada dos por tres los telediarios. Por miles se lanzan ahora los subsaharianos al mar en estas costas, las mismas de entonces, en busca de Europa. ¿Voluntariamente?
María, vendedora de bisutería, nos avisa ya en cubierta, mientras despliega la cháchara necesaria para la caza y captura del cliente occidental:
-¿Que vas a visitar al alcalde de Gorée? Pero si está aquí mismo en el barco...
Claro. El transbordador, el gran salón de reuniones.
Allí está. Augustín E. Sengkor acompaña a una visita oficial como suele haber muchas en la isla. Por Gorée pasó el papa Juan Pablo II en 1992 para implorar "el perdón del cielo... por el pecado de esclavitud cometido por el hombre contra el hombre y contra Dios". Estuvo en 2003 el presidente norteamericano George W. Bush y dijo, sin pedir perdón (cosa que sí hicieron solemnemente Blair o Chirac en nombre del Reino Unido y Francia): "En este lugar, la libertad y la vida fueron vendidas". Aquí tomaron tierra estadistas varios, como Mandela, Clinton y, recientemente, el presidente Zapatero (diciembre de 2006, en su primer viaje por el África subsahariana), que denunció "la injusticia histórica" y se refirió a aquella época como "una de las más denigrantes de la humanidad".
-¿Voluntariamente -repite la pregunta el alcalde apoyado en la barandilla del transbordador.
Gorée está ya ahí enfrente: una isla difuminada por la calima, un pueblito mediterráneo con casas coloniales, un castillo en lo alto de una colina, el fuerte militar circular con ventanucos para los cañones, la ensenada, la playa con cayucos varados, la costa de basalto, el verde salpicado aquí y allá de las palmeras y buganvillas...
-No. Empujados por el 40% de paro, por la falta de expectativas, de futuro... Basta mirar las calles de Dakar: allí están, jóvenes y jóvenes sin nada que hacer ni hoy ni mañana.
Un país, dice, de los pocos en África que han sido y son democráticamente estables desde su independencia de Francia en 1960, con una Constitución sólida y pocos habitantes (13 millones), pero que ocupa en el Índice de Desarrollo Humano un puesto muy bajo, el 156 de 178 países. El alcalde se dispone a desembarcar, pero alerta antes sobre ese círculo infernal que crean los que "se van": "Unos se llaman por teléfono a otros desde España, desde donde sea, y dicen que les va estupendo; omiten la otra parte, el sufrimiento de no tener papeles, de no ser ni ciudadanos, las condiciones de explotación en que muchos trabajan". Eso sin hablar de muertos: más de 1.000, que se sepa (los desaparecidos no tienen estadística), sólo en 2006.
De todo esto ha oído hablar Anta; es aquí el tema nuestro de cada día, pero no comenta. Demasiado pronto, por la edad; demasiado tarde para preguntarle, porque ella y los otros escolares señalan a la playa entusiasmados, se levantan, se marchan. Y gritan sin pausa, componiendo una sintonía de diálogos mezclados con el ruido del motor del barco, los videoclips que emiten los televisores de cubierta, las olas insistentes, los clics de las cámaras de los turistas, y se diría que hasta el zigzag de las gotas de sudor que se deslizan sobre la frente de los viajeros, nativos o no, igual de acalorados todos por la humedad excesiva.
Hace siglos, el calor sería el mismo... pero, ¿a qué sonaría Gorée entonces? ¿Se oiría el roce de las cadenas y los grilletes en la calma de la noche? ¿Llegarían los gritos de desesperación de los condenados hasta el otro lado del mar? ¿Se dolerían o guardarían silencio? ¿Rogarían a sus dioses para que los librara? ¿Alguien, algún europeo, se sentiría alguna vez conmovido?
No hay registro sonoro de aquello. Lo que sí hay es mucho testimonio escrito de las giras y el esfuerzo que realizaron a lo largo y ancho de su país los abolicionistas británicos. El más famoso, el conservador William Wilberforce (en Hull, su localidad, en Yorkshire, celebran con numerosos actos el segundo centenario de la abolición), pero también Thomas Clarkson, James Ramsay, Granville o cuáqueros como Elisabeth Heyrick, que intentaban conseguir el apoyo de sus conciudadanos, convencerles de que África no era sólo, como diría el rey Leopoldo de Bélgica, "ese pastel maravilloso"; que los africanos no eran esos "salvajes sin alma" descritos por algunos hombres de ciencia del momento, teoría que asumían encantados los magnates esclavistas del país (lord Eldon, lord Hawkesbury, Westmoreland...).
Hasta siete veces intentaron sacar adelante la ley de abolición. Lo consiguieron en 1807. Inglaterra se convirtió así en pionera después de que Francia, empujada por la Revolución y los Ilustrados ("El hombre es un ser sintiente, reflexivo, pensante, que se pasea libremente por la superficie de la Tierra...", decía la Enciclopedia de Diderot y D'Alembert), hiciera un primer intento temporal en 1794 y definitivo ya en 1848.
El transporte incesante de barcos negreros arrancó a 12 millones (los que sobrevivieron al viaje oceánico) de hombres, mujeres y niños de su lugar de origen sólo por esta ruta, la del Atlántico, pero existían otras tres activas (a través del Sáhara, desde la costa oriental al Índico y por el mar Rojo) hacia el norte de África y Asia desde el siglo VII. Nacida de iniciativa portuguesa (llevaron en 1441 africanos a Europa como regalo a Enrique el Navegante), la trata atlántica se catapultó con la demanda d e mano de obra en los territorios americanos descubiertos por Colón en 1492.
Irónicamente, en el XVI, el dominico Bartolomé de las Casas, pionero de los derechos humanos, favoreció la explotación masiva de unos, los africanos, en defensa de otros, los indígenas. "Yo creía que los negros eran más resistentes que los indios, que yo veía morir por las calles, y pretendía evitar con un sufrimiento menor otro más grande... un error y una culpa imperdonable, que era contra toda ley y toda fe, que era en verdad cosa merecedora de gran condenación el cazar a los negros en las costas de Guinea como si fueran animales salvajes, meterlos en los barcos, transportarlos a las Indias Occidentales y tratarlos allí como se hacía todos los días y a cada momento", escribió arrepentido. Lo cuenta el guía del edificio más visitado de Gorée, la Casa de los Esclavos, ante la puerta y el embarcadero rocoso desde donde, asegura, se extendía una escalera de palma hasta los cargueros. "Toda la costa, Ghana, Nigeria..., estaba repleta de puntos de deportación. Y los esclavos liberados colaboraban con los cargamentos. Negros contra negros, africanos que cazaban africanos en las aldeas del interior, tribus contra tribus...". El origen de muchas guerras.
Una cadena infinita. Del blanco traficante hasta los esclavos que poseían esclavos. De esto da fe en sus informes, casi censos, el naturalista Michel Adanson, residente en la isla en el siglo XVIII, su época más próspera, cuando la población rozaba los 5.000 habitantes: "Marie-Therese, mulata, 34 años, 20 cautivos; Kati Louett, mulata, 45 años, 10 cautivos; Grasia, negra, 35 años, 12 cautivos...". Mujeres con poderío, las de Gorée; signoras casadas con militares europeos, el primer eslabón de grandes familias mestizas.
Transcurre el día y el mar devuelve los chillidos entusiastas de los adolescentes que juegan al fútbol junto al Ayuntamiento, las risas de las mujeres que friegan los cacharros en la fuente, las voces multilingües de los turistas, las de los camareros ofreciendo sus menús, las de las vendedoras que se te hacen íntimas en un abrir y cerrar de las puertas de sus tenderetes... Y el gemido del ferry que llama a los viajeros de regreso.
Los bañistas recogen ya sus pertenencias.
Se pliegan las sombrillas y hamacas apoyadas sobre los muros del Fuerte d'Estrées, un búnker circular donde antaño asomaban fieros los cañones y hoy se cobija el Museo Histórico del IFAN (Instituto Francés del África Negra). En sus salas oscuras y abovedadas, algunos paneles gastados informan de la historia de Gorée desde su origen. Hay también fotos de grilletes metálicos en sus múltiples formas de sujeción y hermosos dibujos a pluma de tobillos encadenados, cuerpos apiñados en los barcos, cacerías de hombres, rebeliones a bordo, enfermos tirados al mar, mujeres que lloran en la orilla la pérdida de los suyos...
Gorée evoca las condiciones en las que vivieron antaño millones de personas. Idénticas a las que sufren hoy 27 millones en todo el mundo retenidas como fuerza de trabajo, en la industria del sexo, como soldados... Esclavos del siglo XXI. Basta revisar el informe norteamericano Trafficking in persons 2007 para comprobar que lo que simboliza esta isla no es agua pasada.
Desde el espigón se ve a Anta Guèye subir al transbordador. De vuelta a casa.
En síntesis
En los tiempos en que los hombres eran cambiados por café y azúcar.
Los puertos de Liverpool y Bristol (Inglaterra), Nantes y El Havre (Francia), Middelbourg y Ámsterdam (Países Bajos) fueron los que más se nutrieron de aquel inmenso mercado transatlántico que llaman triangular: productos europeos que se llevaban a África; mano de obra cautiva de allí hacia América y, una vez vendidos los esclavos, café, azúcar o algodón de vuelta a Europa. "Tomemos de media unas 150 personas por cargamento... Así, fueron necesarios como mínimo 80.000 barcos para transportar esa masa de millones a través del Atlántico", escribe la investigadora suiza Isabelle Auguet, quien rastreó las huellas de este comercio en museos navales, como el de Salorges, en Nantes (Francia), o dedicados a la esclavitud y su abolición, como la Wilberforce House, en Hull (www.wilberforce2007.com).
De los 12 millones de africanos que llegaron vivos a las colonias del otro lado del Atlántico, el grueso abasteció América Central y del Sur. En Brasil recibieron cuatro millones; en EE UU, sólo el 5%: un carguero holandés inició el tráfico en 1619 al atracar en Jamestown, en Virginia, iniciando así la historia de los afroamericanos en el país.
Los historiadores discuten sobre el número de embarcados en Gorée, si decenas o cientos de miles, un millón... "Da igual. Salieron de estas costas. Los comerciantes sólo tenían que esperar sentados en Podor, Matam, Saly, Juffure... y allí estaba la carga disponible, a punto. Casi todo vestigio de lo que fueron estos enclaves se ha borrado. Sólo Gorée se mantiene como testimonio", dice el alcalde de la isla.
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