Tuesday, April 27, 2010

Cuando los infantes de marina desembarcaron en Santo Domingo


Tad Szulc

Artículo publicado en The Saturday Evening Post, el 31 de julio de 1965, pp. 36-46. Szulc pertenece a la redacción del New York Times, y es autor, entre otros libros, de Winds of Revolution y Twilight of Tyrants. El copete de este extenso artículo decía textualmente: "CUANDO LOS INFANTES DE MARINA DESEMBARCARON EN SANTO DOMINGO el prestigio norteamericano se fue con ellos y casi nadie afirma que resultó realzado. ¿Fue necesario ese viaje? He aquí el informe de un testigo presencial que plantea inquietantes interrogantes."


Esta primavera los Estados Unidos se comprometieron en una de las operaciones diplomáticas y militares más apasionantes, fantásticas y controvertidas de la historia reciente, destacada por el desembarco de tropas en número de 22.000 soldados en la República Dominicana para proteger vidas norteamericanas e impedir lo que la administración Johnson temía se tratara de "otra Cuba" en el Caribe.
A fines de junio, después de que los Estados Unidos hubieron dado varias veces marcha atrás y adelante, oscilando entre contradictorias políticas, una comisión de la Organización de Estados Americanos -OEA- fuertemente influenciada por su miembro norteamericano de cabeza blanca en canas y perturbador diplomático profesional, Ellsworth Bunker- elaboró finalmente las propuestas de compromiso concebidas para satisfacer a ambos bandos de la guerra civil. Pero al recordar el derramamiento de sangre en masa y la violenta confusión de esa salvaje primavera dominicana, se le hace a uno difícil no preguntarse por qué esas mismas ideas no pudieron ser adelantadas al principio de la crisis o poco tiempo después.
La historia de la intervención dominicana podría haber sido meramente una comedia de errores e incoherencias, una mezcla de Hamlet y de los Hermanos Marx, si no hubiese sido por los millares de dominicanos muertos y heridos en el transcurso de la guerra civil de ocho semanas y la profunda implicación del prestigio norteamericano.
El costo directo en lo que concierne a los Estados Unidos fue de aproximadamente 25 vidas perdidas de infantes de marina y paracaidistas, más de 100 bajas y muchos centenares de millones de dólares. Es imposible estimar el costo de Norteamérica en materia de confianza perdida entre los pueblos de todo el mundo, que consideraron el episodio -equivocada o acertadamente- como un movimiento militar imperialista hecho por los Estados Unidos. La crisis dominicana creó marcadas divisiones dentro de la Administración en Washington. Merece detenido escrutinio la forma en que el Gobierno manejó esa crisis -con aparente confusión en la embajada local, en el Departamento de Estado y en la Agencia Central de Inteligencia (CIA)-, por cuanto las embajadas norteamericanas son en todas partes muy semejantes y pueden surgir problemas similares en cualquier parte y en cualquier momento. La experiencia dominicana no pertenece al género de las que es beneficioso tener más de una vez.
Buena parte de la razón -si no toda- de esta dilatada tortura de la antigua ciudad de Santo Domingo y sus 460.000 habitantes, parece residir en la naturaleza del informe inicial sobre la crisis dominicana presentado a la Administración en Washington por la Embajada de los Estados Unidos en la capital dominicana. Esta información frecuentemente sobreexcitada, exagerada y partidaria, llegó lejos en la influencia ejercida sobre la adopción de una decisión en el Departamento de Estado y la Casa Blanca, convirtiéndose así en la causa primaria de la mayoría de los acontecimientos subsiguientes. Más tarde, las recomendaciones de la embajada desempeñaron un papel en el efectivo socavamiento de los esfuerzos pacificadores de los enviados especiales de la Casa Blanca al escenario de los hechos.
Por esta razón, muchísima parte de lo que sucedió en la República Dominicana constituye esencialmente la historia de la Embajada Norteamericana en Santo Domingo, las personas que la componen y sus "invitados especiales" de Washington. Es el relato de una embajada que primero fue sorprendida por los acontecimientos y después pareció sentir pánico ante ellos y de diplomáticos, en otros aspectos competentes, que se permitieron perder contacto con los hechos reales de la situación y después crearon una política al ignorarlos. No puede aportarse un informe definitivo acerca del rol de Washington, pero está claro que, durante el período inicial, el Departamento de Estado no aplicó freno efectivo a la violenta sucesión de acontecimientos, habiéndose dejado al parecer aterrorizar por los informes provenientes del escenario de la lucha.
En esta atmósfera de irrealidad e intriga surgieron inevitablemente episodios que sirvieron casi de alivio cómico en la situación insoportablemente tensa y caótica. Tuvimos la imagen del embajador norteamericano W. Tapley Bennett Jr., sentado debajo de su escritorio, durante un bombardeo por aviones amistosos y la escena en la cual un emisario de la Casa Blanca trepó hasta una ventana para celebrar una reunión secreta con los jefes rebeldes.
Y, en carácter de constante contrapartida de las maniobras políticas y diplomáticas, estaban los ruidos y los olores de la guerra civil. Desde el momento en que aterricé en Santo Domingo el día jueves 29 de abril -transportado por un helicóptero de la infantería de marina desde el Boxer junto con otros cronistas-, viví durante cinco semanas con el ladrido de las ametralladoras, el ruido sordo de los morteros y el repentino, seco chasquido de los rifles de los francotiradores. En los atestados hospitales se sentía el olor dulzón, enfermante de la muerte y, en una ciudad que desde hacía semanas carecía de agua y en donde no se recogía la basura, el acre olor a podredumbre y estaba el silencioso heroísmo de las enfermeras del Cuerpo Norteamericano de Paz y la tensa disciplina de los infantes de marina reteniendo el fuego hasta el último momento posible.
Pero, en nombre de la coherencia, esta compleja historia de la implicación de los Estados Unidos en la República Dominicana debe referirse cronológicamente. Comienza con la rebelión en Santo Domingo el día sábado 24 de abril, iniciada por un grupo de civiles y de jóvenes oficiales militares cuyo propósito era derrocar al gobierno provisional de Donald Reid Cabral y traer de regreso al depuesto presidente Juan Bosch.
Pero, en realidad, es necesario ir todavía más atrás pues la historia reciente de la República Dominicana es una confusa mezcla de abigarrados sucesos. El país fue durante 31 años el feudo personal de Rafael Leónidas Trujillo Molina, férreo dictador cuya dominación terminó con su asesinato en un solitario bulevar de Santo Domingo en mayo de 1961. Tras siete confusos meses, instauróse un Consejo de Estado, con apoyo de los Estados Unidos, que tenía la intención de preparar elecciones democráticas. Posteriormente algunos miembros del consejo perdieron interés en la realización de las elecciones y fue, en gran medida, a través de los esfuerzos de Donald Reid Cabral, enjuto pero recio concesionario de automóviles, que tuvieron lugar las elecciones en diciembre de 1962. Pero “Donnie” Reid recibió la sorpresa de la victoria del Dr. Juan Bosch, escritor idealista, reformador social y audidacto en ciencias políticas que había vivido en el exilio durante 24 años. Reid se negó a participar en el gobierno de Bosch, alineándose en cambio en las filas de la oposición de ala derecha.
El 25 de setiembre de 1963, el doctor Bosch, primer presidente libremente elegido de la república en 38 años, fue depuesto por un golpe militar. Los generales y coroneles trujillistas que derrocaron a Bosch, explicaron su movimiento como el necesario contrarresto de las alegadas -pero nunca probadas- tendencias comunistas del presidente. Reid Cabral se convirtió en ministro de relaciones exteriores bajo un nuevo triunvirato, en un gobierno que no fue reconocido por los Estados Unidos, ya que el presidente Kennedy rompió coléricamente relaciones diplomáticas después del golpe y retiró toda ayuda. La Administración Johnson restableció la relación tres meses más tarde y no mucho después Reid fue elevado al cargo máximo en el triunvirato. Reid se hizo notorio en Santo Domingo como "el Americano", tan estrecho era su vínculo con los intereses estadounidenses.
Reid Cabral tenía buenas intenciones, pero no llegó sin embargo a impresionar jamás a sus compatriotas, quienes se tornaron progresivamente más impacientes por la democracia, los empleos y el pan que habían sido prometidos desde la muerte de Trujillo. Su mandato, si bien autoritario, no era dictatorial en el sentido que los dominicanos conocían la dictadura e incluso trató de poner freno a las Fuerzas Armadas. Esto ayudó a sellar su suerte. El resentimiento entre los militares de antigua graduación que recordaban con añoranza los fáciles días de tiempos de Trujillo convergió con el activo complot de los oficiales jóvenes, hartos del triunvirato y deseosos de reinstaurar la democracia bajo el presidente Bosch.
Fue el grupo de los "jóvenes turcos" el que hizo estallar la crisis. La conspiración de estos oficiales y de los civiles del Partido Revolucionario Dominicano pro Bosch (PRD) -principalmente personas de la clase media- se inició en setiembre último. La fecha elegida para el golpe era el 1° de junio, pero en marzo corrieron fuertes rumores en la capital de que se estaba preparando un golpe.
Después del Domingo de Pascua, 18 de abril, los rumores de un golpe se hicieron más persistentes. Unos días más tarde, el periódico El Caribe de Santo Domingo publicó en la primera plana un artículo que informaba acerca de un inusitado movimiento militar alrededor del palacio presidencial. Y, finalmente, el día jueves 22 de abril, el propio Donnie Reid oyó suficientes detalles sobre el complot como para exonerar a siete oficiales de la fuerza aérea implicados en él. Este paso indujo a los conspiradores a actuar de inmediato.
Civiles rebeldes capturaron de súbito la estación principal de radio y televisión de la ciudad, en horas tempranas de la tarde del día sábado 24 de abril y anunciaron -prematuramente la caída del gobierno. Dos campamentos del ejército, situados en las afueras de la ciudad, se declararon en rebelión. La multitud se derramó en las calles de acceso al centro de la ciudad para celebrar lo que pensaba era ya una revolución victoriosa, pero las fuerzas leales no tardaron en recapturar la estación radial arrestando allí a ocho rebeldes. Si bien los rebeldes de los dos campamentos del ejército hicieron caso omiso de un ultimátum que exigió la rendición a las cinco de la tarde, Reid Cabral informó esa tarde por radio que el levantamiento había sido sofocado.
La Embajada Norteamericana, enteramente sorprendida por la revuelta original, transmitió debidamente al Departamento de Estado el anuncio de que la rebelión había terminado junto con conclusiones de su propia cosecha, en el sentido de que Donnie Reid había capeado el temporal.
Una posible explicación de este fracaso de la embajada en cuanto se refiere a una correcta aquilatación de lo que estaba acaeciendo puede hallarse en la ausencia del embajador Tapley Bennett, quien había partido de Santo Domingo el viernes 23 de abril, un día antes de que los rebeldes iniciaran su movimiento. El señor Bennett explicó más tarde que había esperado desórdenes y que, precisamente por ese motivo, había ido a Washington, intuyendo que sería ésta la última oportunidad de discutir el problema dominicano antes de que sobrevinieran las perturbaciones. No obstante, el día jueves Bennett había enviado su habitual informe semanal al Departamento de Estado y en éste mencionaba nuevos rumores en Santo Domingo de que algunos generales quizás tratasen de deponer a Reid durante el fin de semana. Pero, hizo notar Bennett, parecía uno de esos "usuales rumores en Santo Domingo".
Desde Santo Domingo el embajador se dirigió a Georgia, para visitar a su madre. Fue allí donde por primera vez se enteró de la revuelta del sábado y sólo al día siguiente fue a Washington, donde ya se estaban considerando los planes iniciales de una intervención estadounidense en larga escala, en parte a raíz de informes crecientemente alarmados provenientes de Santo Domingo de que los izquierdistas y comunistas estaban dominando lo que se suponía era un movimiento pro-Bosch.
También se hallaron ausentes de Santo Domingo ese decisivo fin de semana, 11 de los 13 oficiales agregados al Grupo Asesor de Asistencia Militar de los Estados Unidos, cuya tarea era entrenar las tropas dominicanas y estar en contacto con sus jefes; se encontraban en Panamá asistiendo a una conferencia de rutina. El agregado naval de la embajada había salido el viernes para cazar palomas durante el fin de semana en el Valle Cibao con el brigadier general, Antonio Imbert Barreras, uno de los dos sobrevivientes del grupo que tendió la emboscada a Trujillo en 1961, y hombre que habría de desempeñar un rol vital en los días por venir. El norteamericano de mayor rango presente en Santo Domingo era el representante de Bennett, William Connett, delegado diplomático con anteojos que había arribado cinco meses antes. A los 46 años de edad ya había servido en cuatro cargos latinoamericanos durante sus 14 años en el Servicio Exterior.
En Washington el fin de semana transcurrió tranquilamente. El secretario de Estado Dean Rusk efectuó el sábado una declaración sobre la política de los Estados Unidos en Cambodia. El principal consejero del presidente Johnson en asuntos hispanoamericanos, Thomas Mann, estaba descansando en casa. Y Jack Hood Vaughn, quien hacía sólo escasas semanas que había sucedido a Mann en el cargo de secretario auxiliar de Estado en los asuntos interamericanos cuando éste fue ascendido al puesto de subsecretario, asistía a una conferencia en Cuernavaca, México. Dentro de lo que cualquier persona de la Casa Blanca podía determinar aparentemente, éste era uno de los períodos más tranquilos experimentados por la política latinoamericana en mucho tiempo.
A estar por cualquier norma, la embajada de Tap Bennett era una buena embajada, que comprendía en su personal a alrededor de 30 funcionarios del Servicio Exterior. Todos eran hombres de carrera con buenos antecedentes y la mayoría tenía experiencia en cuestiones hispanoamericanas. Su única falla visible era que todos los funcionarios de alto rango, incluyendo a Bennett, llevaban sirviendo allí sólo un período relativamente corto de tiempo. Esto se debía a que las relaciones diplomáticas con la República Dominicana se habían reanudado sólo a fines de 1963 y todo un nuevo equipo había sido asignado a ese país, junto con el nuevo embajador. Bennett, sirviendo su primer puesto de embajador, llevaba en Santo Domingo únicamente 13 meses, así como el jefe de la sección política de la embajada. Tan sólo el contingente de la CIA., que operaba desde la Sección Política como unidad independiente, tenía más antigüedad en la República Dominicana.
Bennett era el clásico embajador de carrera del Departamento de Estado, con todo lo que esto implica en lo referente a ventajas e inconvenientes. A la edad de 48 años su nombramiento como embajador en Santo Domingo llevó a la culminación una carrera de 24 años de Servicio Exterior que no había sido espectacular, pero, que, según el lenguaje del Departamento de Estado, había sido "buena". Alto, cordial descendiente de una familia establecida en Georgia, Tap Bennett se graduó en la Universidad de Georgia y pasó después un año en la Universidad de Freiburg en Alemania nazi, entre los años 1937 y 1938, antes de obtener su graduación en leyes en la Universidad George Washington. Su primer cargo en el Servicio Exterior fue, -hecho bastante interesante-, en la República Dominicana. Especializóse luego en asuntos del Caribe y de América Central, siendo en 1951 nombrado director delegado de la Oficina de Asuntos Sudamericanos del Departamento de Estado.
Este acopio de experiencia hizo de Tap Bennett un "hombre ducho" en cuestiones hispanoamericanas y en 1953 fue elegido en calidad de asistente personal del doctor Milton Eisenhower, quien entonces se hallaba explorando los problemas hemisféricos en nombre de su hermano. El doctor Eisenhower describió a Bennett, calificándolo así: "un emprendedor, sensible, incansable trabajador". Casado con la hija de un bien conocido ex embajador, Bennett tenía un agradable cachet social y con el tiempo fue destinado a placenteras asignaciones en Viena y Atenas.
Tras su llegada a Santo Domingo el año pasado, el nuevo embajador estableció estrechas y cordiales relaciones con el presidente Reid Cabral y con hombres de negocios, terratenientes y oficiales militares que apoyaban el régimen. Si bien esto era enteramente correcto, el embajador y sus coagentes máximos parecían mantener escaso contacto o amistad con los partidarios del doctor Bosch, otros políticos de la oposición o cualquiera de los oficiales jóvenes. Según dijera más tarde en Washington un alto funcionario de la Administración, intrigado por la selectividad del embajador en sus contactos y expresando sus pensamientos en alta voz, "Tap no parecía conocer a nadie que se hallara a la izquierda del Rotary Club".
Bennett llevó adelante concienzudamente sus funciones de embajador y viajó casi por toda la República Dominicana, visitando debidamente los centros de los Cuerpos de Paz y de proyectos de ayuda. Pero, según lo hiciera notar cierta vez uno de sus coagentes en la embajada, "Tap parecía incómodo entre la gente mal vestida y a la cual no había sido debidamente presentado". Cuando estalló la rebelión, Bennett concedió, casi como movimiento reflejo, su pleno compromiso a las personas que conocía. Y fue así como se encontró posteriormente en un remolino puesto en movimiento por hombres que nunca había conocido y por poderosas fuerzas que jamás había descubierto.
Después de informar el sábado por la noche que la rebelión parecía haber resultado un fiasco, el personero de Bennett, Bill Connett -cuyo punto de vista aparentemente coincidía ampliamente con el del embajador- se encontró el domingo a la mañana con que la situación había cambiado, si bien en forma enteramente no dramática. No sólo se habían negado los aeroplanos y aviones del gobierno a atacar las dos guarniciones rebeldes del ejército, sino que los comandantes de antigua graduación aparentemente habían decidido dar término según su propio modo a lo empezado por los oficiales jóvenes el día anterior. Hacia el domingo por la mañana había llegado a su fin el mandato de Reid Cabral; todos los líderes militares, rebeldes así como leales, coincidían en lo que respecta a este punto. Donnie Reid firmó su renuncia sobre la base del entendimiento de que se formaría una junta y que pronto se celebrarían elecciones.
Luego los sucesos se tornaron más confusos. Los jóvenes oficiales militares que abrigaban la esperanza de restituir el poder al doctor Bosch se negaron a avenirse al plan de la junta. Al contrario; tanto ellos como sus partidarios se instalaron en el palacio presidencial, anunciando que estaban estableciendo un régimen provisional hasta que el doctor Bosch pudiese regresar del exilio en la cercana Puerto Rico. Dado que la mayoría de las tropas bajo el mando de los oficiales que favorecían la junta se hallaban en la base aérea de San Isidro, cruzando el río Ozama, los oficiales pro Bosch momentáneamente eran dueños de la situación. Inmediatamente tomaron juramento, en calidad de presidente provisional, a un político del PRD de tranquilas maneras llamado José Rafael Molina Ureña, que había sido presidente de la Cámara Dominicana de Diputados, desaparecida en tiempos del golpe militar de 1963 que había derrocado a Bosch. Bajo la constitución de 1963, suspendida en esa misma época, Molina Ureña venía a ser la siguiente persona con derecho a la presidencia, en ausencia del vicepresidente y del presidente del senado, siendo que los dos se hallaban en el exilio. Puesto que los partidarios de Bosch consideraban ilegal el golpe de 1963, afirmaban que la constitución seguía en efecto y que Molina Ureña era el legítimo presidente provisional. La calificación que los rebeldes dieron a su movimiento llamándolo "constitucionalista" procede de esta interpretación.
La instalación de Molina Ureña ese soleado domingo señaló el verdadero comienzo de la guerra civil dominicana.
Los otros comandantes militares que habían ayudado a desalojar a Reid Cabral unas horas antes ahora se sentían traicionados. Y el más indignado de todos era el brigadier general Elías Wessin y Wessin, oficial que, en persona, había conducido el golpe contra el doctor Bosch 19 meses antes y que no estaba dispuesto ahora a verlo traído nuevamente al poder. El general Wessin contaba con la lealtad de los oficiales de la infantería de Aviación y de la brigada del arsenal, así como de la mayoría de la Fuerza Aérea. Las tropas de Wessin -que al máximo de su fuerza llegaban al número de 2.500 soldados combatientes- constituían la élite de las fuerzas armadas dominicanas y ahora estaban dispuestas a aplastar a los rebeldes.
Eh las primeras horas de la tarde del domingo, dos aviones de combate P-51 del general Wessin emergieron desde oriente sobre el mar, más allá del bulevar George Washington y bombardearon el palacio. Un jet Gloster Meteor los siguió en ululante picada, arrojando cohetes. En la otra margen del río Ozama los tanques de Wessin avanzaban estruendosamente hacia el puente que conducía a la ciudad. Simultáneamente la radiodifusora de San Isidro comunicaba que los rebeldes pro Bosch estaban dominados por comunistas.
Aunque el doctor Bosch en otro tiempo había sido uno de los blancos favoritos de Fidel Castro, quien lo trataba de "títere yanqui", la Embajada norteamericana aparentemente coincidió con la aquilatación que el general Wessin hacía de la revuelta. En uno de sus primeros cables a Washington, Connett, actuando como encargado de negocios en ausencia de Bennett, advirtió que el regreso del doctor Bosch significaría el extremismo en la República Dominicana en el plazo de seis meses, con lo cual presumiblemente se refería al comunismo y, por lo tanto, a "otra Cuba" en el Caribe.
Para este entonces los rebeldes ya habían abierto los arsenales en los dos campamentos del ejército que controlaban y en las pocas comisarías de la parte baja de la ciudad que habían capturado. Un camión cargado de armas se detuvo en el Parque independencia sombreado por los árboles. Hombres, mujeres y adolescentes -comunistas y no comunistas por igual- fueron autorizados a tomar lo que quisieran. De pronto la ciudad se convirtió en un campamento armado. Connett telegrafió a Washington que había izquierdistas armados en las esquinas de las calles. Hubo incuestionablemente comunistas y elementos pro Castro desde el comienzo de la revolución, pero al parecer no había fundamento para las advertencias de la embajada en el sentido de que los extremistas estaban a punto de capturar el movimiento. En esta etapa inicial los líderes eran oficiales de carrera del ejército y Molina Ureña, ninguno de los cuales son considerados comunistas.
En Santo Domingo, a las 5 y 45 de la tarde del domingo, una delegación compuesta de funcionarios máximos del partido del Bosch se dirigieron a la embajada para solicitar que los Estados Unidos usaran su influencia a los efectos de poner coto a los ataques aéreos de Wessin. El grupo incluía a Silvestre Antonio Guzmán, acaudalado plantador y ex ministro de agricultura en el gabinete de Bosch, quien habría de surgir unas cuantas semanas más tarde como el candidato de la Administración para poner fin a la guerra civil dominicana.
El encargado, Bill Connett, no los entrevistó. Fueron recibidos en cambio por el segundo secretario de la embajada, Arthur E. Breisky, quien, de acuerdo con el posterior relato de Guzmán, llamó "irresponsables" a los rebeldes y dijo que se hallaban dominados por comunistas. Cuando uno de los visitantes negó acaloradamente toda vinculación comunista, Breisky, según se ha informado, respondió que "ahora piden ustedes la ayuda norteamericana, después de haber enviado su gente a las calles... Si yo tuviese el poder de Wessin lo emplearía".
Wessin lo hizo. El día lunes sus tanques continuaron el asalto al Puente Duarte, donde fueron resistidos durante horas en lo que fue virtualmente un combate cuerpo a cuerpo. Ocasionalmente un tanque de Wessin conseguía llegar a la terminal del puente que daba a la ciudad, pero allí los bazookas y las ametralladoras rebeldes hacían fuego obligándolo a retroceder. Cerca del puente los soldados y los civiles rebeldes, algunos de ellos adolescentes, se agazapaban detrás de las barricadas en medio de la explosión de los cohetes. Pero ahora se extendían a quienquiera las solicitase armas automáticas. La fuerza aérea bombardeaba la ciudad, donde bandas armadas, no necesariamente vinculadas con movimiento político alguno, hacían fuego contra cualquier cosa que se moviese.
No tardó en producirse un total quebrantamiento del orden y la ciudad no tuvo gobierno. A poco se abrigaron serios temores por la seguridad de los 2.500 norteamericanos residentes en Santo Domingo. Los funcionarios de la embajada que escuchaban la radio y la televisión controladas por los rebeldes, comenzaron a descubrir un acento revolucionario-izquierdista que se deslizaba en los programas. Los anunciadores rebeldes comenzaron a difundir por radio los nombres y direcciones de los "enemigos de la revolución", con una aparente invitación a la violencia. Aunque no se había producido ningún incidente antinorteamericano, la embajada temía algo semejante como paso siguiente pronosticable en la caótica situación. A última hora del lunes la embajada recomendó que la Marina estadounidense, que tenía destacadas fuerzas a cierta distancia de la costa, evacuara inmediatamente a los norteamericanos que desearan marcharse. Nadie discutió en Santo Domingo, en ninguno de los bandos, la sabiduría de esta decisión.
Dado que un análisis lógico no puede probar un argumento negativo -ejemplo: no hay víboras en Manhattan- no hay forma de establecer que la revolución pro Bosch no habría llegado a ser dominada por los comunistas. Hay, no obstante, una pequeña minoría de ellos en la República Dominicana. Y muchos diplomáticos extranjeros radicados en la capital -inclusive algunos funcionarios de la embajada- señalan que los Estados Unidos, aun temiendo una toma de mando comunista, no hicieron nada en los primeros días de la rebelión por alentar a los elementos democráticos comprendidos entre los rebeldes. En vez de ello la embajada fue siendo progresivamente identificada con las fuerzas de Wessin, si bien el general de San Isidro personificaba, en el concepto de muchísimos dominicanos, la amenaza de una nueva dictadura.
De regreso en Santo Domingo desde Washington el martes 27 de abril, Tap Bennett pasó inmediatamente a Washington, juntamente con su propio endoso, el urgente pedido del comando de Wessin solicitando equipo radial. Las fuerzas de Wessin aún no habían conseguido irrumpir en Santo Domingo y los líderes de San Isidro rogaron que les fueran facilitados equipos móviles y otros equipos de radio para ayudar a proveer control táctico a sus tanques y fuerza aérea.
Aún antes del regreso de Bennett a su puesto, la Administración de Washington -muy correctamente, en una situación de tan extrema inseguridad- ya consideraba activamente, a la vez un desembarco de la infantería de marina, destinado a proteger la evacuación de norteamericanos y una intervención militar en gran escala. Planteóse la intervención a los fines de rechazar lo que la embajada había descrito a Washington como el inminente peligro de una asunción comunista del mando. (Empero, las advertencias de la embajada todavía venían envueltas en generalidades y ninguno de los supuestos líderes comunistas del comando rebelde había sido identificado positivamente). De consiguiente, a las cuatro horas del martes -antes de que la Marina comenzara a evacuar los primeros norteamericanos de Santo Domingo, colócose a la alerta la 82 División Aereotransportada en Fort Bragg, N. C. Al impartir instrucciones a sus oficiales, el comandante de división mayor general Robert York, dijo que la misión sería un asalto de paracaídas para asegurar a San Isidro, la carretera que conduce al río Ozama y al puente Duarte.
El martes por la tarde varió el panorama militar de Santo Domingo; las tropas de Wessin parecieron llevar las de ganar. La diminuta marina dominicana, que hasta entonces había permanecido neutral, se puso repentinamente de parte de los generales de San Isidro y sus fragatas lanzaron algunas bombas al palacio presidencial en manos de los rebeldes. Comenzó luego un nuevo acto en el drama dominicano, y en el drama de la embajada. Un grupo de comandantes militares rebeldes se presentó de pronto en la embajada y solicitó una entrevista con el embajador Bennett. Después de revisar sus armas en la puerta, fueron introducidos en el despacho del embajador. Dijeron a éste que era el momento de poner término al derramamiento de sangre y le pidieron que actuara de mediador en las negociaciones con el general Wessin.
Tap Bennett replicó que no tenía autoridad para proceder en calidad de mediador. Pero expresó que, dado que se hallaba en contacto con San Isidro, gustoso transmitiría mensajes allí. Alguno de los oficiales, aparentemente en la creencia de que sus propios ruegos carecían de fuerza suficiente, sugirió entonces que la embajada ayudase a persuadir al Presidente Actuante Molina Ureña que había llegado el momento de procurar una tregua. Bennett asintió. Dio instrucciones a Benjamín J. Ruyle, jefe de la Sección Política, de llegarse en automóvil al palacio y transmitir al Presidente Actuante el mensaje de sus asociados militares.
Ruyle halló desierto el palacio. Había ventanas rotas por todas partes. Pedazos de mampostería se veían diseminados por el suelo en los lugares donde habían caído los cohetes y las balas de las ametralladoras. Recorriendo a pie el edificio, Ruyle llegó finalmente a una habitación que daba al corredor principal donde Molina Ureña estaba, desoladamente, sentado en un sillón tapizado. Lo rodeaba un número de rebeldes, algunos en uniforme y otros vestidos de civil. Al principio el Presidente Actuante se negó a considerar la renuncia a la lucha, pero sus compañeros le persuadieron de que concediera al asunto alguna reflexión. Ruyle se retiró y regresó en su automóvil a la embajada.
Una hora más tarde Molina Ureña y 18 oficiales rebeldes arribaron a la embajada de estuco blanco, que consta de un solo piso. Esta vez el grupo incluía al teniente coronel Francisco Caamaño Deñó, uno de los máximos líderes rebeldes y graduado de 32 años de edad de una escuela de enseñanza media de Florida y de escuelas del Cuerpo de Infantería de Marina de los Estados Unidos. Nuevamente se solicitó la mediación de Tap Bennett y nuevamente volvió a negarse, pero hay dos versiones contradictorias acerca de lo que ocurrió. El coronel Caamaño insiste en que el embajador expresó al grupo que "este es el momento de rendirse y no negociar". Esto, dijo el coronel más tarde, era un insulto al honor de los rebeldes.
Bennett niega haber, ya sea exigido una rendición o intentado insultar a nadie. No obstante, la personal antipatía del coronel Caamaño -y de la mayoría de los otros rebeldes- por el embajador está asociada con este incidente. Pero ambos bandos concuerdan en un punto: cuando la conferencia finalmente se disolvió, el coronel Caamaño se volvió hacia Tap Bennett, justo antes de abandonar su despacho, y dijo: "Seguiremos combatiendo". (El embajador no informó acerca de esta observación en su cable de esa noche al Departamento de Estado, ni tampoco se había mencionado a Caamaño en los mensajes de la embajada durante los primeros cuatros días de la rebelión).
Los rebeldes abandonaron la embajada uno por uno, algunos demorándose como con reluctancia a marcharse. Finalmente Molina Ureña decidió que su bando había perdido y se dirigió a la Embajada colombiana para pedir asilo. En lo que concernía a la embajada de los Estados Unidos, la rebelión pro Bosch había fracasado. Un batallón del ejército de las afueras de la ciudad, que hasta entonces no se había plegado a ninguno de los dos bandos, entró a la ciudad desde el oeste y marchó sobre el palacio. En el este, los tanques del general Wessin aplastaban cuanto se hallaba en su camino, abriéndose paso a Santo Domingo sobre el puente Duarte contra una fuerte resistencia. La evacuación a que procedió la Marina de los Estados Unidos de los primeros 1.175 norteamericanos se había completado sin tropiezos. Se había producido un primer incidente en el hotel Embajador, donde se habían congregado los evacuados, cuando los rebeldes hicieron poner en fila a las aterrorizadas gentes contra una pared del vestíbulo de entrada y dispararon una andanada de metralleta por encima de sus cabezas. Pero nadie resultó herido. En Washington, los funcionarios de la Administración expresaron su alivio ante el colapso de la revuelta.
Pero, ante la sorpresa de todo el mundo -la segunda sorpresa grande de la embajada en cinco días- los rebeldes no sólo no renunciaron a la lucha sino que hallaron nuevo aliento. El coronel Caamaño, cuya promesa de pelear había sido ignorada por Tap Bennett la tarde anterior, asumió el mando de la rebelión y reunió eventualmente quizás 3.000 partidarios, si bien afirmó más tarde comandar 10.000 rebeldes armados. Caamaño se convirtió en el líder rebelde casi por accidente, después de que muchos de sus compañeros de complot desaparecieron en el asilo diplomático. Hombre algo barrigón, de imprevisible humor, no posee ninguna de las magnéticas cualidades que caracterizan a un líder revolucionario típico como por ejemplo, digamos, Fidel Castro. Si además de su proclamado apoyo a la democracia, sustenta ideas políticas, económicas o sociales de alguna especie, no se ha ocupado de ponerlas en claro. Alterna estados de rabia, en los que jura morir junto a sus hombres para preservar su honor, con otros de algo así como alegre despreocupación como el desplegado recientemente en un inverosímil almuerzo de panqueques Suzette, en uno de sus escondites. Difícilmente podía ser considerado algo más que un líder transitorio.
Hacia el miércoles por la mañana, de cualquier modo, los rebeldes de Caamaño se habían protegido con barricadas dentro de un área constituida por angostas calles y viejas casas de la antigua Santo Domingo. Ubicaron ametralladoras en los techos y apostaron francotiradores en las ventanas. Se almacenaron bombas Molotov en las casas, muchas de las cuales se convirtieron en pequeñas fortalezas. Los tanques y camiones capturados, con la palabra PUEBLO pintada, se granjeaban el entusiasmo de la ciudad.
Ahora, tanto el comando de Wessin como los Estados Unidos debían responder a la renovada amenaza rebelde. La embajada decidió que era necesaria la intervención pero que un legalismo tenía que ser satisfecho: alguien debía solicitar la ayuda militar de los Estados Unidos. En consecuencia, al promediar la mañana establecióse en San Isidro un triunvirato con guía de la embajada. Puesto que el general Wessin era tan objetable a los ojos de muchos dominicanos, nombróse cabeza de la junta al coronel Pedro Bartolomé Benoit, desconocido oficial de la Fuerza Aérea.
El coronel Benoit apeló inmediamente a Tap Bennett en busca de ayuda. A la 1.48 de la tarde del miércoles el embajador telegrafió a Washington que el problema de comunicaciones de la junta -la falta de equipo radial- era crítica. Cablegrafió que el ejército estaba haciendo frente a fuerzas izquierdistas y planteó una cuestión acerca del estado de ánimo que provocaría en la fuerza aérea y las demás una negativa de ayuda de parte de los Estados Unidos.
Poco después de almorzar el coronel Benoit irradió un mensaje al embajador desde San Isidro, informándole que la junta recientemente creada ya no podía asegurar el orden en Santo Domingo ni proteger las vidas de los extranjeros. Pidió la intervención de los Estados Unidos. Tap Bennett pasó el pedido a Washington, y preparó otro mensaje en el que manifestaba lamentar la probable necesidad de que los Estados Unidos impusieran una solución militar al problema político. Si bien cabía esperar que la propaganda izquierdista caracterizase la rebelión como una pelea entre el ejército y el pueblo, decía Bennett, la cuestión se suscitaba realmente entre quienes querían una solución tipo Castro y quienes se le oponían. A continuación dejaba claramente sentado que, aunque no deseaba dramatizar excesivamente la situación, abrigaba la convicción de que si los Estados Unidos negaban, el equipo de comunicaciones solicitado y que si la oposición a los llamados izquierdistas perdía aliento, los Estados Unidos podrían ser llamados a poner en escena, en el futuro inmediato, un desembarco de la infantería de marina. ¿Qué, preguntaba, prefería Washington?
Los mensajes se intercambiaban frenéticamente entre Washington y Santo Domingo esa tarde y el Departamento de Estado replicó que los Estados Unidos no intervendrían militarmente a no ser que el resultado estuviese en duda, pero que los transmisores radiales móviles se estaban preparando.
En ese momento la Administración se estaba aproximando a una decisión relativa al desembarco de un contingente de infantes de marina, cuya misión sería la protección de la ininterrumpida evacuación de norteamericanos. Alrededor de las dos de la tarde, un grupo del Cuerpo de Infantería de Marina desembarcó en el puerto azucarero de Haina, siete millas al oeste de la capital, a fin de inspeccionar la playa para un desembarco anfibio.
Llegado a este punto los Estados Unidos identificaron tres hombres entre los líderes rebeldes con posibles vínculos comunistas. Ninguno de ellos era un líder máximo visible. La identificación fue enviada por la CIA de Santo Domingo el miércoles por la mañana y el vicealmirante William F. Raborn Jr., retirado, a quien se había tomado juramento como director de la CIA a las 12.30 de ese mismo día presentó esta información al presidente Johnson.
Poco antes de las cinco de la tarde, hora de Santo Domingo, Tap Bennett recibió del coronel Benoit una nota escrita confirmando el anterior pedido irradiado de "una intervención temporaria". Bennett telefoneó a la Casa Blanca y habló con el Presidente. Envió entonces su mensaje "emergente", la comunicación de prioridad más alta en el Gobierno de los Estados Unidos, recomendando que el pedido de intervención de la junta fuese satisfecho. En el plazo de unos minutos despegaron los primeros helicópteros del puente del Boxer para conducir infantes de marina al hotel Embajador.
La "intervención limitada" había comenzado. Por primera vez desde 1916, las tropas estadounidenses pusieron pie en suelo dominicano. En su anuncio televisado esa noche, el presidente Johnson enfatizó que la infantería de marina había desembarcado en Santo Domingo para ayudar a la evacuación de norteamericanos y otros extranjeros. Nada se dijo de la temida toma de mando comunista o acerca de la ayuda de los Estados Unidos a las fuerzas de la junta.
Si bien el desembarco original de los marines el 28 de abril no trajo más de 500 soldados estadounidenses a Santo Domingo, la Administración se movió casi inmediatamente hacia un refuerzo mayor. Para fines de la primera semana, habían desembarcado 5.000 infantes de marina y tropas paracaidistas. Durante el fin de semana que coincidió con el 19 de mayo, las fuerzas alcanzaron un número mayor del doble, 12.000 soldados. A fines de la segunda semana, el 8 de mayo, se llegó al máximo con 22.000 tropas de los Estados Unidos en la República Dominica y 8.000 marineros que tripulaban 40 barcos a la vista de sus costas. Los voceros militares de los Estados Unidos nunca fueron enteramente precisos acerca de la necesidad de una fuerza tan nutrida. Pero los funcionarios del Departamento de Estado, al informar a los periodistas en Santo Domingo, fueron escalando gradualmente el propósito de los Estados Unidos en la República Dominicana, desde la misión de evacuación inicialmente declarada a la de asistir a los dominicanos "para que hallasen una solución democrática para sus problemas políticos".
No obstante, al comenzar el día miércoles los desembarcos, el primer contingente de infantes de marina no tardó en asegurar sus perímetros. A las 7.30 de la tarde, después de que un pelotón de marines fuera conducido a la Embajada, Bennett envió un telegrama destinado al subsecretario Mann. Francotiradores habían estado haciendo fuego contra la Embajada (el edificio) desde el otro lado de la calle y los marines alcanzaron con sus disparos a siete de ellos. El cable de Tap Bennett informaba a Mann que estaban en peligro vidas norteamericanas y transmitiría un mensaje oral del coronel Benoit en el sentido de que la situación empeoraba rápidamente. Manifestaba en el cable su esperanza de una urgente respuesta a su pedido oficial de ayuda a las fuerzas de Wessin.
Treinta minutos más tarde el embajador envió todavía otro telegrama a Washington. En él se decía que las fuerzas de la junta estaban en la imposibilidad de resistir y se añadía la recomendación de Bennett que se concediera seria reflexión al asunto de la intervención armada para restaurar el orden, aparte de la cuestión de una mera protección de vidas. Si fracasaban los esfuerzos leales, decía, el poder caería en manos de grupos cuyos fines eran idénticos a los del Partido Comunista. Los Estados Unidos tendrían que intervenir con sus fuerzas para impedir otra Cuba.
En Washington, un aturdido Consejo de la Organización de Estados Americanos fue informado del desembarco de los Estados Unidos. Se dijo a los embajadores latinoamericanos que los infantes de marina habían descendido a la playa a los efectos de proteger la vida de los residentes extranjeros y que la Administración no había tenido tiempo de consultar de antemano a los otros gobiernos. Varios embajadores protestaron diciendo que la acción de los Estados Unidos violaba la carta de la OEA, que prohíbe la intervención unilateral. Pero, nuevamente, se les aseguró que los Estados Unidos sólo deseaban el cese de fuego.
Pero, en Santo Domingo los acontecimientos se sucedían sobre una base algo diferente. Los periodistas que se preparaban a desembarcar detrás de la infantería de marina, afectada a la fuerza anfibia de la Marina, al sintonizar sus receptores de radio a transistores, sorprendieron, enteramente por accidente, intercambios radiales entre Tap Bennett y el coronel Benoit, jefe de la junta recientemente formada.
Un mensaje, pasado a las 9.25 de la mañana del jueves decía: "Este es el Arbol de Sombra Uno (la llamada radial de la Embajada). El embajador al coronel Benoit... ¿Necesita usted más?... Tenga la seguridad de que con determinación sus planes vencerán."
Otro mensaje procedente de Tap Bennett: "¿Podría abrir usted Punta Caucedo (el aeropuerto internacional) al tráfico aéreo para hacer entrar víveres y medicinas? Pueden operar allí infantes de marina uniformados si no hay civiles."
Otro intercambio entre la Embajada y una voz norteamericana que provenía de la base aérea de San Isidro, hablaba de la necesidad de baterías, equipo de comunicaciones y raciones para las tropas de Wessin.
Un mensaje irradiado de San Isidro informaba que "un significativo levantamiento de la moral es evidente aquí desde el arribo de las raciones." Luego, San Isidro informó al Árbol de Sombra Uno que "he recibido un mensaje de que se está iniciando el ataque de supresión en el local 0845". Un mensaje procedente de la Embajada preguntaba al coronel Benoit si contaba con bastantes pertrechos contra "las fuerzas de Castro que lo enfrentan". Luego el mensaje fue modificado, diciendo "fuerzas rebeldes" en vez de "fuerzas de Castro".
A bordo del Boxer, el comandante de las fuerzas, capitán James A. Dare, despejaba cualquier duda acerca del motivo por el cual habían desembarcado los marines en Santo Domingo. Al informar a los periodistas dijo que las fuerzas norteamericanas permanecerían allí el tiempo suficiente "para asegurar que se estableciera un gobierno no comunista". Pero la historia oficial en la Embajada de Santo Domingo y en Washington continuaba siendo que las tropas habían descendido a la costa para proveer seguridad durante la evacuación.
Ese jueves por la tarde Tap Bennett informó al grupo de periodistas que habían desembarco del Boxer. Les dijo que había evidencias de dominación comunista en el movimiento rebelde, y distribuyó después copias dactilografiadas de una lista de 54 comunistas o simpatizantes que, según lo manifestado por Bennett, tenían activa participación en el liderazgo rebelde.
Simultáneamente la Embajada telegrafió a Washington el texto de un volante rebelde que llamaba a una lucha "a muerte" contra las fuerzas de Wessin. Estaba firmado por ocho líderes rebeldes, comenzando por el coronel Caamaño. El mensaje de la Embajada, firmado por Bennett, decía que dos de los firmantes podrían tener conexiones comunistas pero que se carecía de información respecto de los demás. En Washington, los funcionarios del Departamento de Estado comenzaron a insinuar a los periodistas, sobre la base del telegrama de Bennett, que siete u ocho de los líderes rebeldes máximos podrían tener orientación comunista.
Bennett asimismo informó a los periodistas esa noche de las atrocidades cometidas por los rebeldes, de varias cabezas que se habían hecho desfilar clavadas en picas, de ejecuciones en masa y de cómo el coronel Caamaño en persona había ametrallado al coronel Calderón, el ayuda de campo del presidente Reid Cabral. Los periodistas no tenían razones para dudar de los relatos de Bennett, que también se cablegrafiaron a Washington.
Pero posteriormente se supo que ninguno de estos informes era exacto. No se encontró a nadie en la zona rebelde -adonde fueron los periodistas, pero no los funcionarios de la Embajadaque confirmara los relatos de ejecuciones o de cabezas clavadas en picas. El coronel Calderón apareció, pocos días después, en un hospital con una leve herida de bala en el cuello, recibida en el palacio durante el primer día de la revolución. Uno de los periodistas bebió con él una cerveza más tarde.
Con el transcurso de los días se hizo evidente que, de modo deliberado o por información errónea, la Embajada estaba pasando informes inexactos. Una tarde un portavoz oficial del Departamento de Estado anunció que la Embajada había recibido el dato de que el coronel Caamaño se había reunido con cinco líderes comunistas la noche antes y les había prometido cargos en el gabinete si la revolución resultaba fructuosa. Si fracasaba, según las supuestas palabras de Caamaño, él negociaría salvoconductos que les permitieran salir del país. El portavoz no disponía de los nombres de los líderes y varios días más tarde reconoció que la Embajada no estaba en modo alguno segura de esta información.
En las reuniones con su personal, Bennett se refería a los rebeldes calificándolos de "esa escoria comunista" o "esa pandilla de la parte baja de la ciudad". Los pedidos emanados de grupos de profesionales dominicanos -hombres de negocios, abogados, médicos e ingenieros- solicitando el contacto con la Embajada a fin de explicar su aseveración de que la revolución "constitucionalista" no era comunista, no fueron satisfechos. Cuando un cronista preguntó a Bennett si no temía que su política de aislar a los rebeldes los empujara a manos comunistas, replicó: "Ya están en manos comunistas."
Esta fue también la conclusión rápidamente alcanzada por John Bartlow Martin, ex embajador en la República Dominicana durante el régimen de Bosch, a quien el presidente Johnson envió a Santo Domingo para establecer contacto con los rebeldes y dar un nuevo vistazo a la situación. Martin, que gozaba de la reputación de liberal y tenía muchos amigos dentro del PRD de Bosch, se pasó una tarde conversando en el puesto de comando de Caamaño y anunció inmediatamente, en una conferencia de prensa, que la revolución había pasado al mando de comunistas. Dijo redondamente que todos "los elementos democráticos habían sido destruidos". Pero no se tienen noticias de que Martin o la Embajada hayan realizado esfuerzo alguno por alentar a los demócratas contra los comunistas. Por espacio de diez días no hubo más contacto entre los Estados Unidos y los rebeldes. La Embajada demostró claramente una parcialidad en favor de las fuerzas de la junta, a la cual comenzó a denominar "el Gobierno de Reconstrucción Nacional".
Para encabezar este "gobierno", la Embajada eligió al brigadier general Antonio Imbert Barreras, uno de los dos sobrevivientes del grupo que mató a Trujillo. Para asistir al general Imbert, los Estados Unidos pusieron a su disposición 750.000 dólares el día 9 de mayo destinados al pago de los salarios de los empleados públicos en las áreas que no se encontraban bajo control rebelde. ¡Ninguna oferta similar se hizo al coronel Caamaño!
Santo Domingo era una ciudad gobernada por la confusión. Mientras los Estados Unidos seguían proclamando una "estricta neutralidad", los técnicos de la Agencia de Información de los Estados Unidos y la CIA interferían la onda de la estación de radio rebelde haciendo ininteligibles sus mensajes. Los periodistas y camarógrafos de televisión registraron camiones cargados de tropas de Imbert que pasaban libremente a través de los puntos de control norteamericanos, en camino al combate con los rebeldes.
En el bando rebelde, los locutores del coronel Caamaño vilipendiaban al embajador Bennett en los términos peores que se puedan imaginar. Francotiradores, los cuales según Caamaño no dependían de su control, disparaban por las noches a las posiciones norteamericanas, causando frecuentes bajas. Entre toda la confusión, un equipo de la OEA negociaba una tambaleante tregua el 5 de mayo.
La administración Johnson determinó que quizás fuera necesario un nuevo acercamiento para llevar las cosas a una solución y que ya no eran adecuados los informes y recomendaciones procedentes de Bennett y Martin. Así como Martin fue enviado a raíz de las dudas surgidas en cuanto a los informes de Tap Bennett, se despachó a McGeorge Bundy, Asistente Especial de Asuntos de Seguridad Nacional del presidente, para reforzar a Martin. Con él vinieron los dos expertos máximos en América latina del Departamento de Estado, Mann y Vaughn.
Justo antes del arribo de la misión Bundy, la aviación de Imbert rompió la tregua arreglada por la OEA. Con sus aparatos vomitando fuego, bombardearon en repetidas incursiones la radio Santo Domingo, en manos de los rebeldes. Al acercarse, los aviones rugieron sobre la Embajada, lanzando una andanada de balas sobre las calles adyacentes. Tap Bennett y muchos de sus auxiliares se arrojaron debajo de sus escritorios y el embajador gritaba, "¡Protestaré por esto!".
Por razones que nunca han sido explicadas, la presencia de Bundy en Santo Domingo se mantuvo en secreto durante 12 horas mientras los funcionarios negaban que él y los otros enviados de alto rango estuviesen allí. Se prohibía ahora a los periodistas el acceso a la Embajada, en gran medida a raíz de que la pequeña estructura, con persianas verdes, estaba tan colmada de generales e "invitados especiales" de alto nivel que era casi imposible moverse en el interior o encontrar algún lugar privado para las conversaciones confidenciales.
La misión de Bundy consistía en negociar un gobierno constitucional de compromiso. Se había elegido para encabezarlo a Antonio Guzmán, ex ministro de agricultura bajo el gobierno del doctor Bosch y el hombre a quien -el segundo secretario Breisky recibiera tan fríamente ese primer domingo de la revolución. El nombre de Guzmán fue sugerido por Bosch, a quien Bundy consultó, deteniéndose en San Juan de Puerto Rico. Para los Estados Unidos resultaba básicamente aceptable así como para el comando de Caamaño. El único problema que subsistía era conseguir el acuerdo del general Imbert y que éste se dispusiera a renunciar en favor del candidato de compromiso.
No era un problema sencillo. Cuando el subsecretario Mann sugirió a Imbert su renuncia, éste se negó redondamente. Expresó a los norteamericanos que, puesto que los Estados Unidos lo habían ayudado a convertirse en jefe de la junta, ahora era su intención mantenerse en el cargo. Proceder de otro modo, dijo, significaría "hacer entrega de todo a los comunistas". Uno de los cronistas describió la situación escribiendo: "el general Imbert es el títere de los Estados Unidos que tira de sus propios hilos".
En este momento fue que el teniente general Bruce Palmer, comandante de las fuerzas militares estadounidenses, tuvo que ordenar a la mitad de los artilleros de la infantería de marina -que hasta ese entonces habían apuntado a la fortaleza rebelde de la parte baja de la ciudad- que se dieran vuelta para enfrentar los emplazamientos de las tropas de Imbert. Parte de las tropas de Palmer pareció confundida respecto de su misión y algunos se preguntaban quién era el enemigo.
En el transcurso de la negociación Guzmán-Bundy y mientras aún seguía en efecto la tregua arreglada por la OEA, las fuerzas de Imbert montaban otra ofensiva contra los rebeldes, esta vez en el sector norte de Santo Domingo. Los tanques y la artillería de Imbert lanzaron un asalto en plena escala que costó centenares de vidas dominicanas, principalmente de mujeres y niños.
Los rebeldes no podían contrarrestar el ataque de Imbert en el norte porque el corredor de seguridad controlado por los norteamericanos, que corría en línea bisectriz de Este a Oeste, los confinaba a la parte baja de la ciudad. En determinada etapa los Estados Unidos se prepararon a abrir otro corredor, que corriera hacia el Norte desde el área rebelde, para poner un alto al avance de Imbert. Pero esta idea, por la cual abogaba Bundy, fue vetada en Washington. En la Embajada, el subsecretario Mann dijo que esperaba que Castro reconociese al régimen de Caamaño y probara de una vez por todas que los rebeldes tenían orientación comunista.
Luego "la fórmula Guzmán" -en favor de la cual había trabajado Bundy por espacio de diez días con todo el prestigio derivado de su cargo en la Casa Blanca- cayó por el suelo en virtud de órdenes recibidas de Washington. El FBI había interceptado una conversación telefónica entre el doctor Bosch y un amigo. Esta conversación, según se informó, incluía la declaración de que si el régimen de Guzmán era instaurado podría haber un nuevo gobierno en el plazo de cinco días. Más o menos en estos momentos el Departamento de Estado envió un memorando a la Casa Blanca recordando que en 1933 se había acusado a los Estados Unidos de imponer un gobierno a Cuba y de que la administración Johnson debía cuidarse de no dar motivo a un cargo semejante.
La interrupción de la negociación Bundy-Guzmán señaló, para muchos de los que se hallaban en el bando rebelde, el fin de las esperanzas de un régimen "constitucional". Se siguió permitiendo que el régimen de Imbert consolidara su posición en el país sin gobierno, mientras otra comisión de la OEA, segundo grupo interamericano que intentó la mediación, llegó a Santo Domingo en busca de una solución.
El día antes de su regreso a Washington, cinco semanas después de que los Estados Unidos descubriesen que tenían asido un tigre por la cola, Bundy convino una entrevista con el coronel Caamaño y sus colegas. Sería su primer encuentro, por cuanto el jefe rebelde había cancelado una cita una semana antes al resultar muerto uno de sus auxiliares principales de un disparo aparentemente partido de las tropas estadounidenses apostadas en el corredor de seguridad. El sitio de la reunión sería el Conservatorio de Música, moderno edificio blanco situado en un bulevar de la costa, en la tierra de nadie, entre los infantes de marina y las líneas rebeldes. A su arribo, a las 3.45 de la tarde, Bundy y sus colegas hallaron el edificio cerrado, pero asumieron que los hombres del coronel Caamaño habían dispuesto que el conservatorio fuese abierto. Resultó, no obstante, que a su vez el coronel Caamaño había asumido algo semejante. Después de buscar infructuosamente una puerta o ventana abierta, uno de los rebeldes extrajo un cuchillo y soltó una de las hojas de vidrio de las ventanas. Se colocaron sillas y ambas delegaciones treparon adentro por la ventana.
La reunión se prolongó cuatro horas, durante las cuales Bundy hizo uso de su fluido español en la conferencia. Hacia el término de la sesión estalló violentamente una ráfaga de disparos de armas de fuego no lejos del conservatorio. Maldiciendo a causa de la ira, el coronel Caamaño corrió para telefonear a sus fuerzas que cesasen de disparar. Bundy se apresuró a su vez, en busca de un teléfono con el cual ponerse en contacto con los comandantes estadounidenses. Pero no lo había en el edificio.
Cabría decir que el teléfono faltante simbolizó toda la tragedia dominicana, donde se produjo un quebrantamiento general en las comunicaciones entre norteamericanos y dominicanos que intentaban poner fin a la guerra civil sin ulterior pérdida de vidas, y donde ninguna fórmula pareció ofrecer una solución pacífica. Quizás no hubo otra alternativa que la intervención de los Estados Unidos en Santo Domingo, pero las cinco semanas que pasé allí en el momento culminante de la crisis no llegaron a convencerme de que existía peligro real de "otra Cuba". Tal como observó el exiliado presidente Juan Bosch, presenciando la agonía de su país desde Puerto Rico, con gran tristeza: "Los Estados Unidos tal vez deberían haber dado una oportunidad a la democracia dominicana."

Tomado de “Aquí Santo Domingo! La tercera guerra sucia”, Compilación, introducción y notas de Gregorio Selser. Editorial Palestra, Buenos Aires, 1966, pp.123-144.

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